HORACIO ARREDONDO
LA SOCIEDAD URUGUAYA
PASADO Y PRESENTE DE LA VIVIENDA
EN MONTEVIDEO Y SU REGION
Apartado de “Anales Históricos de Mon¬
tevideo”, Tomo I, Año 1957.
Publicación del Museo y Archivo His¬
tórico Municipal.
19 59
LA SOCIEDAD URUGUAYA (*)
Pasado y presente de la vivienda en Montevideo
y su región
Una visión algo fugaz pero lo suficientemente informativa sobre
la habitación nuestra relacionándola con la perspectiva europea, prin¬
cipalmente la española, italiana y las propias de los demás pueblos
que contribuyeron a la formación nacional, habilita para la presen¬
tación de sucesivos cuadros ilustrativos de su evolución en lo que se
refiere al largo período comprendido en las últimas dos centurias.
Hablar de tiempos más primitivos no corresponde desde que
es de sobra conocido el hecho de que nuestros autóctonos vivían
por ese entonces en el umbral de la civilización como pueblos nóma¬
des que eran, sin arraigo de clase alguna a la tierra, ya que vivían
de la caza y de la pesca, y, de consiguiente de continuo debían trasla¬
darse de uno a otro lado, emprendiendo cortas pero efectivas emi¬
graciones obligados por haber agotado las reservas alimenticias pro-
(1) Hubiera preferido titular esta contribución al conocimiento y estudio
de nuestro pueblo con la calificación de “oriental” voz con la que durante casi
dos siglos fueron conocidos en esta parte de América y aun en determinados cír¬
culos europeos, los viejos pobladores de la Banda Oriental para distinguirlos
de los de la banda opuesta del rio de la Plata.
A partir del XVIII, esos pobladores, sus hijos, nietos y biznietos fueron lla¬
mados “orientales” y basta la misma denominación oficial adoptada por el país,
cuando en 1830 logró, —tras sangrientas luchas, aventar cinco dominaciones, espa¬
ñola, inglesa, argentina, portuguesa e imperial brasilera— y obtener la ansiada
independencia política, la reconoce al denominarla “República Oriental del
Uruguay”, precisando su situación geográfica.
Tiene pues, para los hijos de esta tierra, la calificación de ‘‘oriental” un
arcaísmo tan grato al oído como a nuestros sentimientos. Dice de una antigua
estirpe generada en un existir de más de dos siglos plenos de luchas y de es¬
fuerzos comunes, pero la moderna tendencia viene desplazando la justificada otrora
por una razón^ geográfica local, aquel llamamiento que tanto dice a nuestros cora¬
zones- y el viejo concepto de orientales” y “occidentales”, que desde hace muchas
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ducidas por la naturaleza en los campos, los montes y los arroyos en
que accidentalmente moraban.
Debo decir que era un movimiento de rotación producido en
perímetro determinado que transcurría rítmico dentro de la superfi¬
cie de su permanente habitar, por cuanto las áreas de dispersión geo¬
gráficas de las varias parcialidades indígenas que poblaban lo que es
hoy el Uruguay, prácticamente estaban limitadas por convenios táci¬
tos acordados entre las diferentes tribus y su violación, sobre no ser
común, era seguro motivo de cruentas guerras, pues cada uno defen¬
día lo que siempre había tenido por suyo.
Por otra parte, se repetía lo sucedido en Europa y en las
regiones del mundo habitado por el hombre en los períodos prehistó¬
ricos, desde que las parcialidades humanas comenzaron en todas
partes su vida primitiva casi igualmente, con las excepciones inevita¬
bles en toda generalización: primero nómades viviendo de la pesca
y de la caza; luego, poco a poco, agricultores; más tarde, paulatina¬
mente más sedentarios, subsistiendo del cultivo del agro y de los
productos industriales y, finalmente de todas esas actividades más de
su trueque, con las substanciales modificaciones de hábitos que esas
mutaciones en la manera de vivir y las influencias de los climas traían
aparejadas.
centurias individualizó a los pueblos de Europa y de Asia, ha tomado más cuerpo
y un amplio auge con motivo de encarnar en la fecha dos ideologías dispares que
se disputan el dominio del mundo al punto que, en el concepto general, hoy
oriental es sinónimo de los pueblos asiáticos y occidental de los europeos así
como de los americanos. Conservar, pues, el nombre de oriental para nuestro
pueblo es hermoso, pero preferimos seguir usándolo “en la intimidad”, pero no
más, por cuanto, al exterior es calificación que induce a confusión.
Algo por el estilo, no sucede a los americanos desde hace siglos con la cono¬
cida calificación de “indios” dada a los pueblos aborígenes de nuestro continente,
nombre falso que fue motivado por el error de Cristóbal Colón y los hombres
de su época, que nos llamaion de tal suerte convencidos que en el célebre viaje
habían llegado a la India asiática, a la auténtica, ignorando que habían descubierto
un nuevo continente.
Y si en la esfera internacional se nos conoce por uruguayos, no hay motivo
para titular este ensayo, por modesto y circunscripto que sea, de otra manera,
reservando para usar el nombre de “oriental” para exclusivo uso nuestro, en opor¬
tunidades que no se presten a confusionismos.
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CAPITULO I
Distintos enfoques de los escritores de historia al examinar el pasado
nacional. Las primitivas construcciones en España y en nuestro
país. — La cocina y la alcoba en nuestro medio y en el mundo
antiguo. — Virtual desaparición 'de la última en ta revolucionada
planta de algunos ambientes de la casa moderna. — La estufa o
chimenea en el presente y en el pasado, en el campo y en la ciudad.
En nuestro medio, desde el comienzo de la labor en que nuestros
estudiosos y hombres de letras comenzaron a registrar el pasado, se
ha enfocado una y otra vez, por lo general, los sucesos políticos y mili¬
tares haciendo completa abstracción de todos los otros, de todo lo que,
con aquellos, constituye la vida de un pueblo.
Este fenómeno ha sido común y no sólo se ha circunscripto a
nuestro país. Los sucesos políticos han ocupado por completo el inte¬
rés de nuestros investigadores, los que apenas si se desplazaron en
este miraje ampliándolo a la vida privada de los políticos y de los
militares, publicando o colectando en sus rimeros las “memorias”,
formando su anecdotario y luego, felizmente con mayor visión de
la realidad, describiendo las reacciones populares, pero casi siempre
enfocando el matiz militar o político, centrando la atención de los
lectores en torno al sentir de las masas en el juego de la política res¬
pecto de sus caudillos, juzgando su aporte inmenso y decisivo, sobre
todo lo acaecido con motivo de la dolorosa gesta de la independencia
y, luego, sobre el no menos doloroso e inquieto proceso de la consoli¬
dación nacional lograda tras una dura lucha de partidos y de los
intereses de los hombres que polarizaban la atención nacional.
De lo demás nada, ni tan siquiera en muchos cuadros más o
menos completos del escenario en que la historia se iba escribiendo,
con hechos materiales. En lo que se refiere a su geografía física y
a su medio social, tal cual esbozo tímido a veces, mal pergeñado,
incompleto otros, denotando a las claras una falta total de interés
por conocer el medio que explica, muchas veces tantas cosas, con¬
templaciones o rebeldías, así como también omitiendo la evocación
del medio social y el económico. Pareciera olvidarse o menospreciarse
el juego de los intereses comerciales, no recordando que es el motor de
casi todas las apetencias políticas o sus resultancias. En este cuadro
poco lisonjero demás está decir que ha habido sus excepciones, pocas
pero evidentes.
Este fenómeno, repito, no es solo nuestro. Esa identidad de con¬
diciones casi es continental y lo explica el hecho de que es esa historia
del pasado, la que más tarde atrae tanto al lector como al autor, y que
se empezara a escribir en medio de las luchas candentes o en fechas muy
cercanas posteriores, en las que predominaban aún el eco de las pa¬
siones en que las posiciones habían sido logradas, las más, no
por la fuerza de los razonamientos y de las ideas sino a base de sangre y
fuego casi siempre.
De un tiempo atrás, felizmente, han aparecido contribuciones al
estudio de la vida económica del país, al de su medio social y, más
contemporáneamente, monografías que serán la base sobre la cual el
historiador del porvenir, estudiará el pasado nacional como debe ser
estudiado, de manera integral, dando a cada factor el sitio que le
corresponda, determinando la exacta posición de las causas motoras y
la actuación fiel del existir de las primeras generaciones uruguayas.
La acción del político o del militar es, no sólo apreciable, sinó
algo imprescindible, pero también lo es —y desde luego muchas ve¬
ces menos desquiciante y más constructiva— la obra de la cultura.
Lograda la independencia, la acción encomiable de la primera hora
de aquellos hombres, que con sus esfuerzos dieron existencia mate¬
rial a la nacionalidad, termina o se desplaza a planos secundarios
desde que su misión fue llenada cumplidamente y queda limitada a
la conservación del orden y a cuidar, como algo intangible, el libre
juego de las disposiciones constitucionales que aseguren la marcha
regular de la administración y de los bienes e intereses morales de la
comunidad. Y, salvo casos excepcionales, nada más.
Los hombres de ciencia —ingenieros, arquitectos, médicos, quí¬
micos, en fin, todos los profesionales— y los intelectuales —hombres
de letras escritores, poetas, pintores, escultores grabadores, músicos;
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los de acción material —industriales, ganaderos, agricultores, comer¬
ciantes; y la inmensa masa de los trabajadores manuales, de los
artesanos — desde los que esculpen maderas, levantan edificios, la¬
boran la piedra o el mármol, cincelan los metales, fabrican los
tejidos, dominan las complejas ramas de la mecánica — desde la
obra de forja hasta los montajes de máquinas; la infinidad de va¬
nantes de las artes de la construcción: carreteras, puertos, aeródro¬
mos, la industria del transporte, etc. Todos estos hombres son los que
en realidad forman y mantienen la nación, no han tenido aún su
crónica orgánica que es más útil y más fundamental para la vida del
país, ya que esas actividades, tan oscuras como fundamentales, son
las que han forjado el bienestar de la nación y deben conocerse inte¬
gralmente.
En el existir de esta masa hay y han habido siempre usos y cos¬
tumbres que la historia no se ha cuidado de registrar y comentar con
la extensión que se merece y <u propia crónica —vasta y múltiple
como ninguna— no ha merecido aún los desvelos de los hombres de
estudio, lo que es lamentable porque ya, en sus distintos medios, se
han registrado cambios fundamentales que apura anotar, por cuanto
más distantes se hallan en el tiempo tanto más difícil será cap¬
tarlos para incluirlos en el inventario que debemos poseer para dar
a cada uno el sitio que se merece en las pasadas actividades.
La obra de esta multitud anónima es inmensa y, desde luego,
su estudio apasionante. Es un tema casi virgen, por lo que estimo es
obra útil ir tratando de saharla del olvido, exhumando todo cuanto
se sepa sin temor a que sea aportación fragmentaria, pues la obra
de conjunto, la perfecta, la harán los estudiosos que nos sucedan, que
actuarán, es de presumir, en un medio de cultura más sedimentada y
no como al presente en que los lectores del tema escasean, no son mu¬
chos, atraídos, los más, por otros que vienen siendo tratados de mucho
atrás. Con todo, estoy lejos de ser pesimista, puc^ es fácil apreciar en
ia producción bibliográfica de la hora, trabajos de indudable valor y
aún obras de conjunto sobre aspectos concretos verdaderamente fun¬
damentales perfectamente enfocados y sujetos a los buenos cánones.
Una verdadera autoridad en estos aspectos folklóricos, el escritor
español Leoncio Urabayen, en introducción a su libro ''De la Ar¬
quitectura popular. La casa Navarra'’ (Madrid 1929) expresa:
"La necesidad de hallarse seguro mientras descansaba obligó al hom-
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bre a habilitarse la primera habitación que le sirviera de refugio.
Mas pasaron los años y años antes que las sociedades adquiriesen
estabilidad y se fijasen de un modo permanente en determinados lu¬
gares. Fue verdaderamente entonces cuando nació la casa, y cada día
que pasaba fue atrayendo más la atención del hombre, hasta devenir
con el tiempo uno de los productos humanos más cornplejos y más
expresivos. De esta complejidad y expresividad se origina la riqueza de
temas que salen al paso de cualquier investigador de folklore. Forzo¬
so es, pues, abstraer de la realidad ciertos aspectos con el propósito
de conocerlos mejor, y esta es la intención que nos anima a ocupar¬
nos de la arquitectura popular en la casa navarra. Porque es bien
cierto que esta puede estudiarse desde el punto de vista higiénico, pro¬
fesional, sociológico, geográfico, artístico y otros muchos más’\
Estos conceptos, por otra parte de sobra conocidos, explican la
amplia perspectiva que al estudioso ofrece la consideración del tema
comenzando a allegar materiales para uno tan vasto, a desarrollarse
por otros, limitándome, en lo que me es personal, a dar mis impresiones
sobre el casi virgen en nuestro medio, sobre el cual avancé algunos
comentarios en el tomo I de mi obra “Civilización del Uruguay”.
Y doy principio, por el clásico, el más humilde habitáculo,
expresión de nuestra tierra donde no existen habitaciones subterráneas
como en otros países de Europa, donde hoy todavía se resguardan de
las inclemencias del tiempo las clases más escasas de recursos como he
podido verlas en algunas regiones de España —Navarra, Andalucía,
Granada, etc.— donde constituyen hasta el 40 % de las habitaciones
de algunas aldeas —muchas de ellas, bastantes confortables dicho sea
de paso, estimándolas en su extrema rusticidad— pues si bien carecen
de los más indispensables servicios higiénicos, son extremadamente
secas, muy limpias, bien soleadas y hasta térmicas— frescas en el
verano y abrigadas en invierno, comparados con nuestros ranchos de
fajina o con los miserables refugios de lata y maderas en desuso que
suelen verse aún hoy en los suburbios de nuestras ciudades. Y las hay
en Francia, en Suiza, en Italia, aprovechando barrancas.
Desde luego se encuentran fuera del área de la piedra pero sí en
el dominio del ladrillo y del adobe, en terrenos secos y consistentes
por lo general. Al respecto dice el Dr. Jauristi: “No pagan impuestos.
Se escoge un terreno yesoso, bien igual y compacto: un montículo
que tenga un corte al N E. o al S. Se adquiere el permiso del Muni¬
cipio, por simple solicitud, casi siempre con motivo de una boda
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próxima Es una manera de solucionar más o menos satisfactoria¬
mente, el problema de la vivienda modesta. No debe creerse que,
como su nombre pudiera hacer suponer, que se trata de cuevas na¬
turales, cavernas y similares que pudieran haber servido de refugio
a los animales salvajes en tiempo pretéritos. Se tíi^a de casas exca¬
vadas en un material natural apropiado, que se construyen a pico,
de una o de dos plantas, que tienen un pequeño portal, cocina, dor¬
mitorios y cuadra, despensa y bodega. La cuadra suele recibir aire y
luz por el portal, las demás habitaciones tienen ventanas al exterior
—excepto la bodega— y aquellas dotadas de vidrios, son de madera
y a la usanza general de la región, con sus jambas encaladas. Algunas
poseen hasta balcones, pero sin saledizo. “Las habitaciones son gran¬
des y limpias, blanqueadas con cal ligeramente teñidas de azul. No
hay puertas interiores o son escasas. Los dormitorios se separan por
cortinas. El suelo está muy apisonado y es limpio. En algunas hay
baldosas de barro cocido en alguna estancia. El mobiliario es el
corriente y sencillo. Son característicos los tinajones pintados de alma¬
zarrón. La temperatura es siempre muy agradable. La bodega o des¬
pensa, oscura y profunda, hacia el N. es fresca. En todos los dormi¬
torios y cocinas entra el sol. No hay la menor humedad ni olor. La
cubicación es más que la suficiente, aunque los techos son bajos —
2.20 a 2.50 metros.—” (M
En nuestros medios rurales este tipo de habitación no ha tenido
el menor eco, y eso que no han faltado inmigrantes de regiones en
que aquella es muy común como ya llevo dicho. Indudablemente que
su habitación representa un esfuerzo humano considerable si se esta¬
blece cotejo con el que demanda la construcción de nuestros típicos
“ranchos”, que existen por todos los medios rurales no sólo en Europa
y en los demás continentes, aunque con características distintas en
planta, nombre y alzado.
Las manifestaciones humanas son similares en todas partes y es
natural que así sea pues el hombre reacciona de parecida manera en
todos los ambientes como lo denota la analogía de su genero de vida,
de su casa, v de sus armas. Pero es el clima y el medio el que más
establece las diferencias. Los justifican ampliamente las ^’ariantes, ya
(1) Victoriano Jauristi cil. autor, a más, del interesante libro ‘‘Las fuentes
de España” Madrid 1944 y de numerosos trabajos entre ellos uno sobre esmaltes,
que lo llevaron a la Academia de Bellas Artes de Madrid.
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que una casa del tópico no puede ser igual a la de un clima templado
\ mucho menos la de uno frío. El exceso de piedra o de madera
explica la preferencia de material y, en su ausencia, el ser humano
recurre al adobe crudo o algo más primitivo y ligero que exige menor
esfuerzo la choza de ramas, “de fajina", azotada con tierra mezclada
con estiércol de ganado mayor que la recubre de un revoque que,
bien tratado, impide por cierto tiempo la entrada del frío, del agua
y del viento.
Estas son las primeras manifestaciones de la habitación uruguaya,
aunque debe recordarse que en tiempos anteriores al 1700, el abo¬
rigen construía su más que sumario habitáculo echando mano del
material que más en cuenta le venía, que era el cuero de los anima¬
les salvajes, —del ciervo y del carpincho primero— del vacuno y del
equino cuando el conquistador los trajo y se reprodujo de la manera
prodigiosa por demás sabida. Y también de cortos lienzos formados
de vegetales, presumiblemente junco y paja si en las inmediaciones
la había, como anota el jesuíta Sepp usaban los yaros.
El cuero, convenientemente extendido con ramas secas estirado a
manera de los tablones de hoy, era colocado al capricho de los vien¬
tos y de las lluvias. Eran rústicas mamparas, movibles, que se ubica¬
ban como techo y como divisiones o paredes que se situaban para
preservarse de la dirección donde las inclemencias atmosféricas ofen¬
dían con sus rigores; y tenían sobre las ramas, la ventaja de ser más
fáciles de hacer, eficaces y de poder trasladarse a voluntad en las bre¬
ves mudanzas que provocaban los continuos cambios de campamentos
a que estaban acostumbrados por imperio de la alimentación y guerras.
Indudablemente que cortinas de ramas bien pobladas de hojas com¬
plementaban las paredes de cuero crudo, cemo es indudable que los
lechos eran de cuero más o menos estirados sobre montones de pastos
secos, blando y acogedor para los más sibaritas.
Pero es verosímil que la cueva natural también se usó por el
aborigen, y mucho, como lo demuestran el suelo de las cavernas na¬
turales, en que se han encontrado innumerables restos de la industria
lítica y de la alfarería que fabricaban. Pero no eran cuevas subterrá¬
neas, sino, huecos más o menos profundos —otras veces simples
saledizos, que suelen existir en las rocas más o menos cortadas a pico,
de la que hay ejemplares en las sierras, tanto al sud del territorio—
la gruta de Lemes cerca de Aiguá, en Maldonado por ejemplo, o al
norte, las concavidades nombrada Galpones en la comarca vecina de
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Masoller, en Rivera. En cambio, en cuevas francamente subterráneas,
como la de Arequita en el actual departamento de Lavalleja, no se
han encontrado, —por lo menos que yo sepa— restos de objetos Uti¬
cos o de alfarería y eso que se ha removido todo el subsuelo para uti¬
lizarlo como abono en las vecinas chacras por estar compuesto de gua¬
no de los murciélagos que lo habitaron, quizá existentes aun hoy día.
Y el hecho explica por ser prácticamente inhabitables por falta de luz y
exceso de humedad, y, por tales causas sólo utilizables en caso de
emergencia.
Enfocando el problema de la consideración de la habitación, pa¬
sada la primera etapa del indígena salvaje, el deseo por comenzar por
las células más importantes del conjunto, plantea una duda, ardua
de resolver. ¿Cuál es el recinto de mayor categoría de acuerdo con el
rol que jugó en la vida de la familia? ¿La cocina, donde está el fuego
ancestral, donde se gestaba diariamente la alimentación de todos o
el dormitorio, elemento tanto más principal cuanto en él, normalmente,
se cumplen las tres funciones capitales de la vida la concepción, el
nacimiento, la muerte?
Así la cosa cabe una tercera posición. En las casas más modestas,
en las más humildes, 1? función principal cupe a la primera, pues
allí está el hogar en su acepción primigenia, de fuego, la utilitaria
fogarada. Y en torno a él, en las familias más primitivas y en las
económicamente más desamparadas, en la vecindad del fuego se vive.
De ahí sale el alojamiento, a su derredor, en invierno (y en los climas
fríos casi en todo tiempo; está el calor, el elemento que vivifica el
cuerpo y torna grato y acogedor el ambiente. Luego, a su vera, como
directa consecuencia de esto, se hace la tertulia y, comenzada la
noche, a su derredor, estratégicamente se dispersan les más despro¬
vistos de comodidades para dormir. Es pues, también, alcoba.
Entrando en materia, echando la primera hojeada a nuestra
civilización, el indio dormía cerca del fuego virtualmente a pleno
cielo, o junto al misme, dentro de su carpa primitiva de ramas o de
cueros sin curtir. Luego, el gaucho, durmió también junto o inme¬
diato al rescoldo de las brasas, según la temperatura del ambiente, y
en las interminables noches de invierno procuraba reparo contia el
frío en más estrecho contacto, y allí se estaba, junto a los perros y
gatos de la modesta vivienda, que horas antes había procurado el
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mate y el asado. Porque el perro, y más tarde el gato fueron los prime¬
ros animales domésticos foráneos que se incorporaron al grupo familiar.
El dormitorio nació pues en nuestro medio —y en casi todos los
primitivos— en la cocina vernácula. Es hijo del fogón hecho sobre
el suelo al centro del rancho construido de palo a pique y techado de
cueras \o paja y aún colocado paralelamente al rústico paramento
del mismo material o de junco y otros sucedáneos, con zócalo de
piedra unidas con barro. También del de terrón y techo de quincha.
A\ principio, junto al fogón indigente de todo pero pleno de eficacia
para preparar la comida, se tendían los cueros sobre el suelo, junto
a las paredes, los cojinillos y, como elemento principal, en un
ángulo, el recado utilizado por el jefe de familia y los mayores,
mientras que el elemento femenino y los menores se recostaban
también en cueros y cojinillos o en tal o cual rústico colchón —
los primeros— hecho a base de lana de las últimas zafras colocada den¬
tro de rústicas bolsas de arpillera. Todo el mundo dormía vestido, ape¬
nas si los mayores calzados se quitaban los “tamangos” o se despoja¬
ban de las botas de potro o de baqueta de talabartería. Esta costumbre,
que nos parece intolerable hoy, también se seguía en Europa en las
clases similares y más altas aún del XVI y XVII, como luego se verá.
Avanzando en el tiempo y en la comodidad, el rancho primitivo,
tuvo al principio un solo ambiente: el descripto. Pero después fue
perfeccionándose, y rápidamente. Tuvo dos cuartos, uno cocina y
otro dormitorio para los padres y aquí nació la cama rústica de pies y
travesaños de madera de monte, de complicada red de cuero trenzado,
o sólo estirado, criollo jergón que sostiene el ya mencionado colchón,
donde aparecieron las sábanas mucho después, desde luego, del poncho
o ponchos que de noche se usaban como cobertores. Y en donde la^^
manos femeninas fueran industriosas se vieron mantas de tejido rústico,
pero mantas al fin, para mayores y menores —según las medidas, todas
del mismo tipo— y aún lo son en los lugares más atrasados, más amplias
que las jergas, que los “sudaderos” que se colocan sobre el caballo
bajo la carona para no lastimar el lomo con el recado. También hoy
en los ranchos más coquetos, sirven de alfombras colocadas a vo¬
luntad pero principalmente, junto a las camas, para posar los pies
desnudos al subir o al apearse.
Sobre la inconveniencia de esta promiscuidad, en capítulos si¬
guientes, hay una constatación de Espinosa por demás sugestiva.
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En la ciudad colonial el proceso comenzó más o menos igual,
pues las primeras casas de los poblados fueron simples chozas que,
con el andar del tiempo mejoraron, posiblemente con un ritmo
más acelerado que en el medio rural, pero siempre en los planos mo¬
destos que me han venido ocupando aunque estos ni por asomo, debe
crearnos un complejo de inferioridad.
De estas características extraordinariamente primitivas nosotros
no debemos soprendernos pues, en las demás partes del mundo, sin
excepción, idénticos fueron los comienzos. “Los egipcios, ya en la época
histórica, pero un par de miles de años antes de Jesucristo, usaban
camas más que primitivas, igualmente que los griegos, pero el romano
fue el que empezó a dotarla de todos los halagos que la hicieron
apetecible. Y la herencia romana fue de sus antecesores, los etruscos.
El dormitorio etrusco era una habitación única: para comer, dormir
y orar, construida con barro, cañas y tablas. Después, y por las fami¬
lias pudientes, se hizo de piedra. No existía más comunicación al
exterior que la puerta; la luz penetraba por una abertura cuadrada
situada en el centro del techo, que permitía el paso de la lluvia para
ser recogida en una pequeña alberca situada también en el centro,
de la habitación. Eso era una casa etrusca, y eso mismo era un pa¬
lacio, salvo la diferencia en algunos de los materiales y en las piezas
del ajuar. La limitación de espacio en la vivienda etrusca no permite
suponer que hubiera para los lechos de dormir alguna estancia reser¬
vada. Hay, por el contrario, la tradición de que sólo había una cama
para el matrimonio montada sobre una tarima; los hijos y los esclavos
dormían sobre el suelo en los rincones”.
Al respecto, vuelvo a seguir la autorizada opinión de Juan de
Lafora cuando dice: “En los países en que el feudalismo ha tenido
más arraigo, la cama, durante los siglos oscuros de la Edad Media,
es la pieza esencial de la vivienda; emplazada en la estancia más
amplia —y alguna vez única— de la fortaleza o castillo, es exage¬
radamente grande, capaz de dormir varias personas. En algunas oca¬
siones ese inmenso lecho se comparte con extraños, pero hay que
advertir que por no ser corriente todavía el uso de las sábanas, se
dormía vestido, y es de suponer que envueltos individualmente en
mantas o capas, aunque un gran cobertor tapara a todos. A los
tres Reyes Magos se les ve durmiendo juntos en un bajo relieve de
la Catedral de Chartres como la cosa más natural del mundo".
Cuesta creerlo, pero así eran las costumbres de esos tiempos
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pretéritos, difíciles de comprender en ciertos aspectos pues nuestro
modo de sentir y de pensar se resiste a admitir como normales procedi¬
mientos que eran corrientes como lo son al presente las modalidades
que nos dificultan esa evocación del pasado.
Recientemente he tenido oportunidad de admirar una monu¬
mental cama de pabellón de este tipo, en el Museo Victoria & Alberto
de Londres, típico ejemplar de arte inglés del 1500 al 1660 pertene¬
ciente al estilo Túdor y principios del Stuart pleno de artesanía y de
esculturas (M. Aunque evidentemente se trata de un mueble de lujo
de una extraordinaria suntuosidad, es de una por demás elocuente
representación de esa costumbre, pues comprueba su uso en las clases
más altas, habiendo en otras colecciones europeas, otros ejemplares
de más modesta ornamentación pero de semejantes y aún mayores
características según versión verbal de quienes allí, en el momento de
mi visita, lo custodiaban.
Antes de entrar a considerar con más amplitud el rol desempe¬
ñado por la alcoba en nuestro medio, deseo hacer algunas considera¬
ciones sobre las mutaciones últimas, como un saludable desahogo
para mi espíritu fuertemente impresionado con las revolucionarias
costumbres que en estos días apuntan por el mundo, trastornando
quizá más de lo eludible, el orden económico en la exposición.
La suerte que, generalizando, parece le espera a la alcoba, por
lo menos en las urbes populosas donde la falta de espacio material
para levantar la vivienda humana a precio razonable, hace sacrifi¬
car ambientes que cuentan con una tradición casi milenaria, es lo que
sugiere determinadas consideraciones. Es indudable que, por lo menos
en ese aspecto está en plena y radical mutación de lo que antes fuera,
de lo que antaño significaba en la vida espiritual y material de la
familia. La alcoba se va. Lo que acertadamente hace casi dos siglos
calificara Javier de Maistre en libro célebre —“Viaje alrededor de
mi cuarto” — como el tálamo del amor del hombre, su cuna y su
ataúd, se retira, por lo menos en los medios ciudadanos de las urbes en
(1) De la ficha de clasificación del Museo que luce junto con la reproduc¬
ción con el N" 131 en “Maslerpieces in llie Victoria & Albert Museum” London:
His Majesty’s stationery office, 1952, reproducida en la página 133 de este trabajo.
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progresión de aumento prodigioso, pero queda el consuelo que perdu¬
rará en las tranquilas poblaciones de provincias y hasta me permito
augurar siglos antes de que se erradique de los medios campesinos
porque la fuerza de la tradición en éstos es más fuerte que la presión
utilitaria de las urbes.
En aquellos sitios de progreso agudo, ya no es cama, es otra
cosa: por lo general es un canapé o un mueble híbrido que debido a
simples y más o menos ingeniosos manipuleos, se convierte en cama,
en asiento tipo sofá, en mesa, perfectamente aparente para esos
varios usos.
El ambiente recoleto en que nacimos, sereno y cordial, con una
tradición de siglos, se va alterando profundamente desplazado por
nuevos imperativos de la vida moderna, distinta por cierto, en más
de un aspecto, de la que nostálgicamente se retira. Y la cama es su
primera víctima, esa cama en la que pensamos, durante las horas
tensas de trabajo del día, descansar de vuelta al hogar; en la que,
exhausto el cuerpo, consumidas durante el día las energías en la lu¬
cha diaria tras “el pan de cada día” pensamos utilizar también en la
noche ya cercana reparando en sueño profundo los esfuerzos derrocha¬
dos en la labor diurna. El mueble de los días fríos, el confidente de las
horas de enfermo, el acogedor de los feriados, se va de la gran ciudad
y ya no es posible ir pensando en las delicias de la siesta diurna después
del almuerzo, en las gratas tardes del “sábado inglés”, en el amplio
campo de regodeo propicio a la felicidad de los humanos sanos. El
hueco de esa nuestra almohada predilecta no será tan propicio, ya
que el ambiente ha cambiado, para acunar nuestros sueños, para,
inmovilizados gratamente entre las blancas sábanas, al amparo ama¬
ble de los necesarios cobertores, meditar en el problema que la vida
presenta cada día, sopesando el pro y el contra sobre lo que corres¬
ponde hacer al día siguiente. Ya no será posible, con los ojos entre¬
abiertos mirando en la penumbra —o, cerrados, adivinar en ese
ambiente recoleto— los contornos de los muebles familiares, el espa¬
cio ocupado por la puerta, la ventana. No, esa pieza ha sido elimina¬
da por los arquitectos en algunos de esos edificios absurdos que se
llaman rascacielos, que no son más que antiestéticas colmenas huma¬
nas, de cemento, pues el hombre ha terminado jx)r copiar a la abeja
tales recintos abominables, en que también hay calefacción y tempe¬
raturas uniformes sea cual sea la estación, como en la colmena o en
el similar recinto de las hormigas, de los termites, lugares donde la
— 14 —
personalidad del ser humano ha comenzado a desintegrarse para
convertirse en una unidad más, que, al paso que vamos va a ser el
final de nuestro decantado progreso.
La alcoba ya no es tal; es, sigue siéndolo materialmente pero sólo
en parte pequeña, casi infinitesimal. Ahora es el “estar'’, el “sitio de
recepción*', el “lugar de tertulia'’, el espacio más despersonalizado, el
más ruidoso de la casa. También es, a la vez, comedor, sala de jue¬
gos, un comodín de inocuo perfil.
Para peor, para comenzar un desarraigo tal, para llegar a estos
extremos, han venido actuando, paulatinamente, miles y miles de
personas, de las acomodadas desde luego, disponiendo de medios que
hacen fácil la vida, que ya no nacen ni mueren en los ambientes de an¬
taño. . . Lo hacen en los sanatorios o en los hospitales, fríos lugares
plenos de higiene, colmenares en los que sólo está ausente la reina
madre, ahitos de comodidades, pero faltos de calor de hogar, tan
manoseados como los felpudos o los lupanares. Tal ha sido el co¬
mienzo de la ineludible defenestración de nuestra personalidad. Esos
lugares tienen a su cargo la importante misión de recibir y expeler
al ser humano a la llegada y a la salida de este picaro mundo. . .
Y todos tan contentos. Las nuevas costumbres nos han ido preparando
para estos trances fundamentales; y a fe que lo han hecho a mara¬
villa, insensibilizándonos, cloroformándonos, de manera tal que el
hombre de nuestro tiempo no siente por ello el menor dolor.
La evasión para el viaje eterno se realiza sobre una fría cama
de tipo estándar, todas iguales, blanca de cobertores y plena de im¬
pecables brillantes niquelados o de neutros y opacos cromados (al
fin por lo menos una variación), sitio en el cual se repite, periódi¬
camente, por cientos y por miles el mismo suceso, pues allí se consume
la vida humana como antaño se consumían las velas en una palma¬
toria de mesa de luz, apenas si dejando rastros prontamente borrados
por la buena atención del servicio.
Ya no existe el consuelo al moribundo de echar las últimas mi¬
radas, el vistazo postrero, al ambiente familiar donde esa cama que
lo sostiene centra todo un pequeño mundo, que él creó o contri¬
buyó aerear con su esfuerzo, hombre o mujer. Espacio testigo de to¬
das sus intimidades, recinto colmado en plenitud de todo lo pasado
en la vida que es la visión fugaz y nítida que el moribundo recibe en
un adiós venturoso aunque nostálgico; acto en el que se ve rodeado
por todos los suyos y, al estar solo, acompañado por el cortejo amistoso
— 15 —
de los recuerdos dentro del viejo marco familiar pictórico de evo¬
caciones. En cambio allá, en el frío sanatorio, al llegar el instante fa¬
tal, hasta tiene la conciencia que a poco se irá pero ni siquiera trans¬
poniendo la puerta principal: saldrá por la puerta excusada del
fondo como “resto” que ya es. . .
Pero, como ya dije, eso no sucede aún en el interior del país,
en los medios rurales, y en las poblaciones del interior, donde si bien
ya han aparecido los sanatorios y los hospitales, el dormitorio, la al¬
coba familiar, tardará en desaparecer porque significa mucho en el
pasado ancestral de la especie humana, y es ambicionada y buscada
por todos, pobres y ricos.
En el pasado de la alcoba, remontándonos hasta los más distantes
días de la historia, puede apreciarse la unanimidad del sentir general
por crearla, adonarla, mejorarla, haciendo de su ambiente lugar de
reposo para el cuerpo a la vez que de recogimiento para el espíritu.
El más compendiado examen denota una preocupación similar en
todos los pueblos, que la ansian para hacerla deseable, artística, si¬
lenciosa, buscándose de preferencia ubicarla en el lugar más recoleto
d^l recinto, para el logro de esa particularidad.
Si bien hay ventajas poderosas, sobre todo de orden higiénico y
de mejor atención facultativa de los expertos en medicina, que acon¬
sejan y justifican la preferencia que en la actualidad se da, con razón,
en los medios de mayores adelantamientos materiales para utilizar el
sanatorio y el hospital, como elemento primordial, no creo que esté
en el mismo caso la eliminación de la alcoba en los edificios caracte¬
rísticos de la clase media como tampoco en los más populares y
mucho menos en los medios rurales, aún cuando se me alcanzan las
poderosas razones de orden material que aconsejan posponerla adosada
a servicios mixtos. La perspectiva, cada día más apremiante, de la falta
de servicio doméstico en el mundo, viene también conspirando contra
ese recinto tan pleno de tradición y de poesía. No se me oculta que su
desaparecer es seguro por los motivos apuntados, j>ero muchos como
yo, desearán que eso tarde en llegar.
No es nuestro deseo dar ni siquiera una ojeada sintética sobre la
evolución habida en este mueble, adminículo otrora esencial —catre,
cuja, etc.— en las civilizaciones, pero sí deseo dejar constancia que
-- 16 —
la evolución fue muy lenta y sólo el curso de los siglos la transformó
en base del mayor refinamiento que se lograba. También destacar que
en nuestro medio el salto fue brusco, cosa natural por cuanto, en
todas las materias, los pueblos nuevos como el nuestro, se aprovechan
de la experiencia ajena, rápidamente adoptando sus mejoras, en todos
los órdenes de la vida, incluso en los períodos iniciales, —como hemos
dicho— pues el estanciero —no el paisano común— más modesto de
nuestro XVIII dividió su rancho en tres habitaciones de primera in¬
tención: al centro el fogón, cocina, “estar”, sitio de reunión y a am¬
bos lados, dos aposentos, uno para el matrimonio, el otro para los hijos.
Paralelo al rancho principal, a diez, quince o veinte metros, un rancho
en un todo similar: dentro, al centro el fogón, etc., de los esclavos pri¬
mero, de los peones después; y a los lados una o dos habitaciones igua¬
les en un todo al rancho principal en la que moraban los hijos mayores
solteros cuando había un solo aposento y, cuando dos, los esclavos, la
peonada. Las hijas mayores solteras, en el principal, ocupaban ellas
solas la habitación que había cobijado en sus principios a todos los
“gurises” sin distinción de sexos.
Ya en pleno XIX, he creído ver en las grandes estancias vecinas
a la frontera de propiedad de familias de ascendencia portuguesa o
brasileña, la influencia del mobiliario lusitano, pues he observado arrum¬
badas más de una cama de pabellón, trabajadas aunque muv rústica¬
mente en ese tipo de amoblado.
En la ciudad colonial el mobiliario fue español siempre, de ma¬
nera que la cama española con sus variantes —gallega, andaluza, ca¬
talana, vasca, etc.,— matizó la uniformidad de lo que fue siempre el
mueble principal. Le siguieron las sillas y las mesas y también a me¬
nor distancia, los antiguos arcones hispánicos, de los más distintos
modelos por cuanto nunca hay que olvidar que si bien predominaban
los en extremos sencillos, venían muchos magnates, funcionanos
de jerarquía, militares de alta graduación y también marinos, que
traían sus comodidades y que, al retorno —cuando lo hacían— ven¬
díanlos, por lo general, para alivianarse de equipaje en esos años de
minúsculas bodegas, y hacerse de algunos pesos extra pues, con lo
bien pagado que era, fácilmente podían adquirir a su llegada a la
península objetos similares en condiciones más económicas por lo
—^17 —
general. También no debe desdeñarse ni mucho menos, el aporte de
le > comerciantes ricos, de los proveedores de las fuerzas armadas pe¬
ninsulares, que eran candidatos indicados para la compra de lo que
pudieran dejar los altos funcionarios a su retiro, sin perjuicio de ha¬
cerlos traer directamente a la par de sus mercaderías para lo cual
contaban con la gran ventaja de su experiencia en el transporte, dili-
genciamientos aduaneros, sin olvidar que disponían de la buena vo¬
luntad de sus representantes en las distintas ciudades donde el mo¬
blaje estaba siempre al alcance de la mano.
Esta uniformidad del mueble español en el XVIII, se rompió
por completo en el XIX y en lo que va del XX. Las invasiones ingle¬
sas de 1806 trajeron el mueble inglés que fue muy bien recibido no
sólo por la novedad sino que por sus líneas, su practicidad y las como¬
didades que ofrece, al punto de seguir mereciendo el interés de consi¬
derable público. Antes, el portugués traído por el contrabando y más
tarde por las lógicas ventajas que le procuraron el cambio al tor¬
narse el país —muy a su pesar y pese a su heroicidad— en provincia
Cisplatina. Lograda la independencia, los estilos franceses entraron
casi soberanos a favor no sólo de su riqueza y hermosa ornamenta¬
ción sino porque también la moda los impuso. Más tarde, ya mediado
el XIX, el artístico mobiliario italiano, aparatoso, tratado en nogal,
muy bien acabado y con magnífica artesanía de ebanistas, sobre todo,
conquistó el gusto del público manteniéndola la fortísima corriente
inmigratoria que lo popularizó desde los modelos de suma suntosidad
hasta los más modestos. El mueble flamenco tuvo su influencia a tra¬
vés del español pero en cambio los estilos alemanes, sobre todo el
hamburgués, sólido y rico, tuvo sus grandes admiradores a fines de
la centuria.
Con posterioridad, a fines del XIX, en la ciudad, en las habita¬
ciones confortables, hubo una incursión del fuego en el dormitorio,
de carácter permanente, para darle confort, como había habido otra,
accidental, mejor dicho, no permanente aunque diaria. Me refiero al
haberse adoptado, siguiendo los modelos europeos, las chimeneas a los
dormitorios, como antes —en el XVIII y principios del pasado siglo—
los braseros y calentadores de distintos tipo, de hierro o de bronce,
de las diversas formas, muchos realmente artísticos. Estos calentado¬
res, tuvieron otras modalidades pues, reducidas de tamaño y variando
de forma, y también de metal —de cobre— aparecieron, para las
— 18 —
camas, los que se introducían entre las sábanas segundos antes de
reposar y finalmente, fueron desplazados por los porrones de barro
—el clásico de “ginebra" y también de “cervezas”— y por los eléctri¬
cos en forma de tubos metálicos niquelados con resistencias conve¬
nientemente aisladas dentro del tejido, o en alfombritas de lana como
cobertores, hábilmente disimulados los alambres conductores, todos
desplazados a su vez por la calefacción central, y ahora por la losa
radiante.
Volviendo a los calentadores, también hicieron su aparición en
el comedor, como calientafuentes o platos, ya más “paquetes”,
pues si bien los había de bronce, tampoco faltaban los de plata cin¬
celada o no, siendo la mayoría de metal blanco. El calentador triunfó
en esto, como en sus similares de pie, que contenían brasas, saliendo
el calor por una rejilla sobre la cual, a manera de escabel, ponían sus
cansadas extremidades los abuelos y los enfermos, coincidiendo con
la estufa o chimenea en su función de mayor abrigo en las habitacio¬
nes, ya fuera de la alcoba, dormitorio, escritorio, comedor y hasta
patios cubiertos. Me refiero, desde luego, a las casas acomodada^!,
pues las familias de menores recursos se defendían perfectamente de las
inclemencias invernales con los braseros, mucho más baratos por cuanto
con sólo una o dos decenas de pesos se obtenían de bronce, buena
parte sumamente artísticos con o sin pie, mientras que las chimeneas
costaban cientos porque había que horadar las paredes y luego la
armazón de la base exigía decoración, en mármol de Carrara al prin¬
cipio, insumía una suma mayor. Evidentemente, de mármol, de pór¬
fido, de hierro o madera, etc., las había muy artísticas, y contribuían
al decorado del salón.
Pero tenían sus serios inconvenientes y aún sus pequeñas trage¬
dias ambos sistemas de calefacción incluso el tipo conocido “salaman¬
dra”. Estas y las chimeneas funcionaban a base de carbón de distin¬
tos tipos y densidades, y leñas las últimas también.
Y pese a ser miles las instaladas, o por defecto de las cajas
de humo o por los conductos de tiraje deficientes, muchas ahumaban,
algunas al punto que era preferible no usarlas. Hoy todo eso se ha
corregido y las estufas de leña se hacen en todos los ambientes, desde
los más rústicos a los más confortables, hasta donde existe calefacción
central, porque es tan cautivante la vista del fuego de la madera,
crepitante o no en las chimeneas, hay un encanto tan grande en ver
como él va avanzando consumiendo los leños, es tan poderoso imán
— 19 —
todo eso, tan profundamente incide en la mente, que siempre lo he con¬
siderado un colapso ancestral que recibe el hombre de las generaciones
de los tiempos primitivos. Esto es lo que lo induce a adoptar en su
casa de hoy, plena de comodidades, ese atractivo primario, mucho
más poderoso que la radio con televisión, sobre todo en ciertos mo¬
mentos en que el ser humano hundido en un sillón junto al fuego,
se amodorra o se deleita viendo el desarrollo del proceso de disgregación
que lo acompaña siempre desde que nació y que, de seguro, proseguirá
hasta la consumación de los siglos. La contemplación del fuego en esas
condiciones es tan poderosa como la del mar observado desde la costa.
Y volviendo a las incomodidades del humo de las chimeneas
mal construidas que provocaron no pocos sinsabores cuando no se
tenía la experiencia necesaria para hacerlas tirar, sea cual fuere el
viento reinante, recordaré las tragedias de los braseros que han cau¬
sado no pocas muertes a los imprudentes dormidos en ambientes ce¬
rrados, víctimas de las emanaciones carbónicas que producen, por lo
cual su desplazamiento fue acelerado usándose hoy sólo en muy con¬
tados ambientes rurales, siempre por los motivos de escaso costo que
lo propicia.
También, esta modalidad de los braseros alcanzó otra utilización
en todas partes. Me refiero a las planchas-braseros, usadas aún hoy
en las sastrerías, etc., con preferencia a las eléctricas, que si bien en
buena parte suplantadas por éstas en la ciudad, en las estancias si¬
guen siendo utilizadas para el planchado de la ropa blanca regu¬
larmente.
En la Edad Media las casas rurales españolas —y las de casi
toda Europa— eran muy distintas a las actuales, acercándose las más
modestas a las nuestras, al tipo de nuestros ranchos de la primera hora,
ya felizmente, en plena evasión hacia la posteridad. Los aldeanos ha¬
bitaban chozas cubiertas de paja, de esparto quizá, mientras, por lo
menos en la parte central y norteña, los pudientes, habitaban torres
macizas, de piedra trabajada o de común mampuesto, escasa de aber¬
turas, oscuros edificios prismáticos, a veces, casi siempre de cuadrada
planta, con varios pisos con entrada en la segunda, con puente
de quita y pon, sostenidos por pavimentos de madera, unidos por
escaleras también de madera, que se podían destruir en poco tiempo,
en caso de necesidad, porque esos edificios asumían a la vez funciones
— 20 —
de fortalezas. Allí convivían colectivamente numerosas personas, pues
el aposento particular no se conocía y mucho menos los lechos indivi¬
duales, refinamientos que sólo aparecieron muy adelantado el Rena¬
cimiento. Después alumbraron las fortalezas —palacios, claro, antes
que las abaluartadas.
Desde luego que las estufas no se conocían y los destartalados
ambientes se caldeaban por braseros de hierro que a veces eran sim¬
ples cajas enrejadas provistas de ruedas que facilitaban su traslado, que
se utilizaron para hacer menos frígido el ambiente de ciertos rerintos
muy amplios, como el de las catedrales, las amplias salas de consejos,
y otros lugares de reunión.
La estufa colocada en un hueco del muro hecho exprofeso cuan¬
do la edificación de la casa —o realizada después—, con su tubo de
tiraje o chimenea, vino de Francia a España y simultáneamente a
América, donde el sibaritismo ha sido siempre la regla de una pobla¬
ción propensa a los placeres sin que este goce excluyera su vigor para
las empresas rudas y heroicas, pero tardó mucho en difundirse por
prejuicios que la situaban propensa a pulmonías y parecidas cala¬
midades.
Si bien penetró en el siglo XV, su desarrollo lento no perjudicó
la construcción de algunos ejemplares notables, pues los estetas y el
gusto por las artes, en especial esto último, y la mayor comodidad de
los ambientes templados, no es excluyente de la tendencia al existir
monacal, adusto, que ha sido y es característica especial de la España
ruda y aventurera. No es de extrañar que en nuestro territorio, colo¬
nia española hasta los primeros años de la pasada centuria, no con¬
tara con esta comodidad en los modestos edificios construidos en la
época virreinal que, en lo relativo a ese siglo, abarcó el período de
mayor florecimiento material del país.
Los ecos de la prosperidad lograda por España con anteriori¬
dad y por casi trescientos años merced al torrente de oro que de
nuestra América fluía a sus arcas, le procuró la realización de in¬
gentes obras suntuarias encauzadas en la magnificencia de sus cate¬
drales, y en la construcción de inmensos palacios, como el Escorial,
aparte de una serie de suntuosas re idencias levantadas por la nobleza
y corporaciones beneficiadas por esa prosperidad que les llegaba de
allende los mares de manera caudalosa y, al parecer, inextinguible.
Es así, que ya en el XVIII las magníficas residencias abundaban,
pero de ese esplendor que a fa\or de esa riqueza material \ al refi-
— 21 —
namiento propio de Italia y de Francia si algo se benefició en Ame¬
rica, se reflejó en la sede de los dos virreinatos principales, Méjico
y el Perú, pues el Río de la Plata, que con el correr de los años
habría de sobrepasarlos en riqueza y suntuosidad, era por ese enton¬
ces una colonia pobre donde el florecimiento de las artes no tenía
la menor posibilidad de desarrollo. El medio era muy modesto y no
daba para refinamientos, apenas si para vivir.
Fue de mediados del XIX y en adelante, cada vez en ritmo
más firme y ascendente, cuando todos los refinamientos de la civiliza¬
ción, todas las representaciones materiales por ella producidas que
hicieron irrupción en el Plata, tanto en la Argentina como en el
Uruguay, simultáneamente, pero en aquella más que en ésta respecto
de cantidad, pero con absoluta igualdad de aceptación así como de
gusto pues es conveniente señalar un paralelismo en todo, tanto en
la construcción como en las artes decorativas, como en las industrias
aplicadas, en la manera de vestir, prácticamente en todo, hasta en los
defectos sin duda. Hoy día, se sindican estos otrora paupérrimos paí¬
ses platenses, en la avanzada sudamericana en lo que se refiere a
incremento cultural y bienestar y comodidades de que gozan tanto las
élites como las masas ciudadanas, sin que esto excluya, claro está, los
núcleos de muy altos quilates que se observan en las demás naciones
hermanas del continente al sud y aun a la orilla del Caribe.
Entrando en detalles, mediado el XIX ya no hay diferencias
con España en lo que respecta al tema. Y la casa uruguaya no po¬
dría ser la excepción, máxime la fuerte herencia peninsular que se
acusó poderosa como ninguna, sobre todo en el patio durante todo
el siglo pasado, como lo evidencia la propia observación y lo confir¬
man el testimonio unánime de los viajeros que han señalado los nues¬
tros como típicamente andaluces o gaditanos, con alzados circundan¬
tes de neta influencia italiana, sin duda alguna.
Al tratar el tipo de cocina de firme integrando el núcleo princi¬
pal de la casa, el marqués de Lozoya nos informa que en ella, por
lo menos en el campo, la gente adinerada, “se congregaban señores
y pecheros, como aún sucede en las casonas de labranza, en que, en
las veladas de invierno, se congregaban al amor del fuego los amos
y los gañanes”. Y también es esa costumbre muy criolla en el pasado
_ 22 _
y aún en el presente, en este caso, en algunas estancias de “criollos
de ley" a la que el “patrón" y sus hijos concurren a la cocina termi¬
nada la diaria tarea, para “matear”, para comentar las incidencias
de la jornada, las novedades del “pago” y para recibir el personal las
instrucciones a seguir en los trabajos del cercano día. O simplemente
para “prosear”, para intercambiar ideas, pues la existencia del tra¬
bajador rural, es muy individual y por lo tanto, solitaria.
Este lugar de tertulia es muy común, reitero. Es el nexo de vin¬
culación que mantiene la unión entre el propietario o arrendatario y
sus subordinados, en que la jerarquía de aquellos jamás se desco¬
noce. Todo transcurre en un ambiente de cordial y amplia camara¬
dería pero donde, pláceme señalarlo, en democrática y hermosa con¬
vivencia social, todo el mundo gana. El patrón, en el peor de los
casos, ladino, hábil “tironeador de lengua”, en esos contactos, por lo
general suele hurgar en el sentir de su peonada, permitiéndole un me¬
jor conocimiento de sus aptitudes, del ambiente imperante en sus su¬
bordinados, a la vez que le procura que éstos, acercándose al que está
en una posición económica muy superior, si obran con cálculo pero
con habilidad, sin el menor desmedro de su yo, sin adulonería, pueda
“ganarle el lao de las casas” como muy bien califica el decir popular
al acto de captarse la confianza de terceros. De día, el propietario y
sus hijos, aquilatan en campo abierto las aptitudes físicas, las habili¬
dades del “mensual”, del “puestero” o del simple jornalero; al atar¬
decer, final de la labor, siempre en una corta hora, pues el lecho a
todos temprano los reclama, se sondean las almas con una finalidad
un tanto egoísta, pero muy humana, conveniente para ambas partes,
y muy útil para que impere un ambiente cordial en el trabajo.
Uno de los más tempranos, calificado y hábil escrutador de
nuestras cosas, el ilustre escritor británico —W. H. Hudson— ya des¬
tacó en su “Tierra purpúrea” (^) describiendo las modalidades de
nuestro medio rural, al referirse a los distintos aspectos de la libertad
humana, dijo: “En cambio aquí, el señor de muchas tierras e innu¬
merables rebaños, se sienta a platicar con el asalariado pastor, po¬
bre y de.scalzo, en su humoso rancho, sin que los separe ningún sen¬
timiento de casta, ni que el sentido de sus posiciones, tan distante
una de otra, enfríe la viva corriente de simpatía que une a dos co-
(1) Novela regional uruguaya del tiempo antiguo.
— 23 —
razones humanos. Que alentador es hallarse con esta perfecta liber¬
tad de trato, templada solamente por aquella innata gracia y corte¬
sía propia de los hispanoamericanos. Que cambio para la persona
que llega de países donde hay clases altas y bajas, cada cual con sus
numerosas y detestables subdivisiones; para el que no aspira a aso¬
ciarse con la clase superior a la suya, y que sin embargo, se estremece
de aversión del servilismo y humildad de la clase inferior a la de él'’.
Desde luego, a estas tertulias no concurren el elemento femenino,
ni el allegado a los propietarios y ni el de su servicio, pues la reunión
no se hace en la cocina de aquellos, sino en la otra, la de hoy donde
sólo se calienta el agua para el mate y se suele preparar alguno que
otro asado, pues la comida para todos se hace en la de aquel por lo
general, excepción de los grandes establecimientos. Esta exclusión de
la mujer quizá obedezca, en algunos casos, a la influencia árabe que
la excluye del trato masculino, pues lo regular es que, en los medios
rurales de clase media europeos, es que todo el mundo, patronos y
asalariados, esté presente. También puede ser el deseo de dar más
libertad de expresión a la tertulia muchas veces convulsionada de
risa por algún cuento “verde'’ y también, porque dada la rudeza del
medio, no es conveniente exponer al elemento femenino a una con¬
vivencia nada prometedora, desde que la excesiva familiaridad, so¬
bre todo entre los jóvenes de ambos sexos, no es oportuna.
Como ya he expresado, un elemento que desde fines del XIX
hasta el presente ha venido difundiéndose al punto de imperar en
la fecha, soberano, es la estufa en su acepción corriente de aparato
estable para caldear habitaciones incorporado a la pared, ya sea en
pleno lienzo, ya en el ángulo de los aposentos con su conducto al
exterior que provoca el con\eniente tiraje de los materiales en com¬
bustión —leña, carbón— encendidos en ella que se llama comúnmente
“chimenea'’.
Estufas, chimeneas, son las expresiones corrientes, pero suele
usarse más la de chimenea, al punto que se le calificó —principalmente
antaño— con el de “chimenea francesa " pues es indudable que el
país galo es su patria de origen en lo que se refiere a la península
ibérica, conviene aclarar, pues en el frío norte europeo el antbiente
se caldeaba de esa y otras maneras de mucho atrás.
— 24 —
Estos términos los define la Real Academia Española en su co¬
nocido “Diccionario de la Lengua Castellana" (14 edic.j así: “chi¬
menea: 1" Conducto para dar salida al humo que resulte de la
combustión. 2” Hogar o fogón para guisar o calentarse, con su cañón
o conducto por donde salga el aire. Chimenea francesa: La que tiene
el hogar en un hueco abierto en la pared y está guarnecida de un
marco". Esta sería la acepción castiza pero en nuestro medio, comparte
con la estufa la calificación vulgar.
En realidad son hogares, fogones, o como se quiera llamárseles,
destinados a la calefacción de habitaciones individuales que funcionan
mediante el empleo de leña sobre todo. El carbón, en sus distintos ti¬
pos: de piedra, de leña, coke, ha decaído casi totalmente y .'ólo se
emplea en una variante, la “salamandra", que necesita una gran
corriente de aire para actuar, cuyo oxígeno consume, de este modo
para mantenerlo en continua combustión. Los gases, el humo y el
aire caliente que produce, se expelen por la chimenea a la que ascien¬
den por lo que se llama el “tiro", corriente de aire que succiona el
existente en el aposento, renovándolo continuamente.
Este es el tipo de estufa o chimenea usado al presente en el
país por el cual se caldea el ambiente de los aposentos sólo per irra¬
diación del calor que provoca el fuego del hogar, pues los otros sis¬
temas de aprovechar el agua caliente introduciéndola en tuberías que
recorre templando la temperatura de los distintos ambientes, no es¬
tán en uso sino en la ciudad, salvo excepción. Lo están pero en hogar
independiente colocado en el subsuelo de los edificios que los po¬
seen con la variante, que al accionar las llamas sobre una caldera
llena de agua, ésta recorre las cañerías convenientemente incrustadas
en las paredes, pisos y circulando en un vaivén de ida y vuelta, apa¬
reciendo las tuberías al descubierto de distinas maneras en cada apo¬
sento, dispositivos que se llaman “radiadores", como se llama a todo
el sistema, calefacción central; u ocultas bajo los pavimentos que reca-
licntan, tal el sistema llamado “losa radiante", última modalidad.
Desde el año 1900 por lo menos las estufas con diferentes adap¬
taciones estuvieron en uso en muchas partes en los climas fríos dcl
universo y servíanse del aire caliente, como ya se ha dicho, entubado
convenientemente, para caldear las habitaciones. Tales sistemas están
aún en uso en muchos ambientes ciudadanos y en todo el interior
rural de Rusia, Finlandia, etc., y su uso representa tornar habitables
lugares en que sería casi imposible vivir sin esa comodidad.
— 25 —
La estufa o chimenea francesa entró en nuestro medio, como dije,
de manera similar que en España, desterrando los braseros de antaño
clásico adminículo de que se servían nuestros abuelos para mitigar los
rigores de nuestros cortos y a veces soportables inviernos, con vientos
helados pero sin hielo.
La estufa de leña coexiste con la electricidad, la calefacción cen¬
tral, la losa radiante, el aire acondicionado y otros medios modernos
en que se busca el confort, no sólo como elemento decorativo impor¬
tante de los aposentos que ocupa, sino que también, para mejorar la
vida del hombre procurándolo precisamente por esa extraordinaria vir¬
tud que tiene el fuego que arde en su hogar que “es apacible y serena el
alma”, invita a meditar, concurre de manera poderosa a hacer soñar
y allega el reposo, siendo un calmante, un calmante excepcional para
disminuir la excitación nerviosa que procura el diario y áspero cho¬
que que nos procura el diario vivir. Me refiero exclusivamente, a la
estufa de leña, la otra, la de combustión a carbón, sólo nos beneficia
con el calor, recuperador de las perdidas energías en les duros días
de nuestro invierno, a condición claro está, que en uno u otro sistema,
los registros que regulan la combustión obren efectivamente, normal¬
mente, sin tropiezos de clase alguna porque, de lo contrario, es toda
una pequeña tragedia la que provoca, como ya anotara.
Hurgar en los antecedentes históricos de la estufa es remontarse
a los orígenes de la humanidad. En las “Monografías de arte y ho¬
gar” que desde hace unos años viénese publicando en Madrid, en
lo que respecta al viejo Mundo se dice en el tomo inicial: “Los ci¬
mientos institucionales de Europa están presididos por la propagación
del fuego, ya sea a bordo del bajel helénico, la escuna vikinga o el
escuadrón de veregos, navio de la estepa, y la chimenea simboliza
nuestro sistema patrimonial, sentado ante sus troncos encendidos el
patriarca, como en la saga islandesa, en que las mujeres recitan ver¬
sos épicos y el más joven acaricia sumisamente los hombros del más
viejo”. Lo mismo puede decirse en lo fundamental, de los otros pue¬
blos de la tierra, sin excepción alguna y, por tanto, nuestro hombre
primitivo, el aborigen, no podía e^^capar a la regla, como lo evidencian
los restos de fogones que se suelen encontrar en nuestros antiguos
“paradores” de las costas del e>te, donde las huellas de la combus-
— 26 —
tión están presentes en las cenizas y las marcas del hollín en la alfa¬
rería lisa u ornamentada que desde mucho atrás se viene descubriendo,
sirviendo tanto para la coción de los alimentos como para lo demás.
Desgraciadamente, hasta la fecha, yo por lo menos no he tenido
la suerte que en mis andanzas por esos lugares de haber hallado ves¬
tigios más completos del antiguo fogón aborigen, como en Suiza, en
Drachenhohle, donde se han encontrado las piedras colocadas en la
disposición conveniente para sostener la leña encendida —aunque no
es menester mayor esfuerzo mental para imaginarlo y realizarlo— lo
que puede considerarse primer tipo de hogar, tal como se hace aquí y
en todas partes de suerte de ubicar los leños en forma de que el
aire circule obrando a manera de soplete, activando el fuego. Si seguro
es que el fuego lo hacían por el intencionado choque de los silex (ma¬
terial que utilizaban para muchos fines, incluso la confección de fle¬
chas) actuando sobre un montón de hojas secas o de otros elementos
de origen vegetal, que colocaban bajo cañas débiles o ramitas secas,
superponiendo luego los troncos grandes, hasta llegar a los enormes
que en abundancia suministraba el árbol criollo, de manera de con¬
servarse por largas horas y aún el día para evitarse la tarea del
nuevo encendido, es también evidente que el elemental dispositivo de
las piedras siempre debió empiarse. Ciertos orificios superiores que
suelen encontrarse en lugar inmediato a la parte superior de las vasi¬
jas pudieran hacer pensar que también cocinaban suspendiendo sus
ollas con ramas verdes, o con tendones animales, pero es lo positivo
que este detalle no excluye el otro, ya que el procedimiento es común
en los pueblos que integraron el paleolítico y las épocas más moder¬
nas en el pleno vivir de primitivos.
Lozoya, en otra parte de su monografía, asienta: “Los pueblos
mediterráneos no gustan de introducir el fuego en el interior de las
casas, sino que prefieren cocinar en hogares dispuestos en recintos
abiertos, para evitar en las estancias el olor del humo y de los man¬
jares. Todavía en el Levante de España, en cuyas costumbres dejaron
su huella fenicios, griegos y árabes, es costumbre que las mujeres
guisen la mayor parte del año en hornillos situados al aire libre.
Roma, en esto como en tantas cosas, viene a resumir des culturas
contrapuestas mediterránea la una y norteña la otra. Así la casa
romana conserva el “atrium’' estancia con el techo abierto, en re¬
cuerdo de las cabañas etruscas, con una abertura para la salida del
— 27 —
humo, y admite también el gran patio porticado de la vivienda
mediterránea”.
Dada la estrecha relación de los núcleos pobladores que al fu¬
sionar con el aborigen o entre sí, han forjado nuestra nacionalidad
—español e italiano— esa costumbre de los pueblos sureños europeos,
se observa en el país en la habitación primitiva de nuestros campesi¬
nos, de los gauchos del XIX y también del XX si se mira la disposi¬
ción de la vivienda rural más modesta. En el núcleo de los ranchos
que constituyeron nuestras estancias más antiguas cuando se dis¬
ponía de dos piezas, la primera se destinaba a dormitorio y la otra,
frontera a la cocina, cerrando o dando forma un tercero —cuando se
contaban con más comodidades— actuaba de galpón para la con¬
servación de cueros, etc. Concretando, era el depósito. Y esta caracte¬
rística de la planta primitiva rural lo permitía la benignidad del
clima, que procuraba el aislamiento del lugar donde se cocinaba,
como un elemento de mayor comodidad. Y lo mismo acontecía con los
países linderos al Mediterráneo de clima templado, que también faci¬
litaba el aislamiento; pero, en los países de ambiente frío, tanto en la
Europa norteña o central, o en los sureños, del extremo sud de nues¬
tro continente, la cocina estaba incorporada al núcleo principal y
como su célula más significativa.
Cuando el progreso desplazó el rancherío de la primera época,
cuando los edificios de firme, de piedra o de ladrillo, dieron la soli¬
dez apetecible a la casa rural, tanto aquí como allá, la cocina pasó
a ser una de las unidades del edificio más representativa, pero el
humo y los malos olores fueron combatidos con cierta eficacia, por
las campanas una veces y por orificios de salida de aquellos, con el
tiraje deseable para la eliminación de los molestos efluvios propios de
la preparación de alimentos, cuando no se dispuso de chimeneas para
la evasión del molesto humo. En cuanto a los hornillos portátiles aquí
se usan y se han usado siempre, no tanto por el alzamiento de los ma¬
los olores de la comida sino por su economía.
Lozoya en otra de sus producciones, apunta también otra laceta
interesante de la casa hispana que si bien nos aparta algo del tema,
da cierta unidad a este esbozo retrospectivo, pue^ hace girar la cons¬
trucción sobre sus dos puntos fundamentales: el fuego y el agua.
“En dos grupos se podían repartir las familias del viejo conti¬
nente donde estuvo la cuna de la civilización: las que se agrupan
alrededor del fuego, en el hogar, que adopta las estructuras más
— 28 —
diversas a lo largo de los siglos, y las que desarrollan la vida domés¬
tica en torno a la pieza de agua-fuente, estanque o aljibe, situada en
el centro del patio. En España, campo de batalla entre Oriente y
Occidente, rosa de los vientos que a todas partes apunta, están los
más bellos patios que pudieran soñar los poetas, solazados con la mú¬
sica y el frescor de su> fuentes; pero en ella es fácil estudiar también
los más diversos ejemplos de chimeneas que puedan encontrarse en
parte alguna, pues la Península, con sus altiplanicies heladas y sus
comarcas montañosas, requiere, de Tajo arriba calefacción en las
estancias".
No entran en el marco de esta contribución la consideración de
este nuevo aspecto de la vivienda, que aquí como allá como acullá,
es similar en climas semejantes aunque el matiz de las variantes es
infinito, todas o casi todas productos del medio.
Predominaron en la habitación ciudadana —de la ciudad— los
fogones adosados a los muros pero sin campanas. Los de este tipo
clásico español comenzaron a usarse en algunas de nuestras grandes es¬
tancias, las primeras quizá inglesas, pues al acaparar con más eficien¬
cia y por métodos simplistas el humo de la habitación, permitía al
personal, en los días lluviosos del invierno, ya de vuelta del trabajo,
hacer más amplia la rueda en torno al fogón, secándose las ropas
mientras circulaba el mate amargo, sin el inconveniente del exceso
de humo casi siempre propio de los fogones primitivos.
No sé por qué no han tenido mayor andamiento en el país los
de campana central, “roncaleses" como se le llama en tierra de los
“godos", por las grandes ventajas que presenta en las estancias de
numeroso personal o en las familias campesinas donde se goza de
bienestar y se cuenta con prole numerosa. El espacio que ampara con
su calor se cuadruplica exigiendo con el mismo volumen de fuego,
vale decir, con igual consumo de leña y son más viables aún las ven¬
tajas y comodidades que ofrece para calentar las macizas “pavas",
calderas y calderines de agua para el mate, para el uso culinario y
para los otros menesteres.
En la nueva cocina del pabellón del personal del parque nacional
de Santa Teresa hice construir dos hace algunos años — otro en el
Parador del salón de té del cerro de Montevideo— y veo que en am¬
bientes de mayor comodidad se vienen instalando algunos otros, que
serían muchos más, no me cabe la menor duda, pero estimo que
posiblemente su mayor costo y el temor a que “no tiren" atemoriza a
— 29
muchos, ya que significan una variante del común, pues el riesgo a
que la habitación se llene de humo siempre persiste, pese a que arqui¬
tectos y constructores tienen hoy una mucho mayor práctica que los
de antaño, aunque ninguna en este tipo.
El que tire bien una estufa es, para muchos hogares, una cosa
tan capital que, de fallar, trastueca el símbolo de felicidad familiar
cual lo califican con sobra de razón más de uno.
A más de las proporciones entre las dimensiones del hogar y la
caja del humo, hay también el escollo del tiraje variable por la mayor
o menor amplitud de las chimeneas no fácil de fijar con exacti¬
tud, como tampoco lo es regular la renovación del aire de la ha¬
bitación, encauzando la circulación del que existe en el aposento
hacia el hogar, por medio de toberas o al través del cenicero cuando
el se utiliza sirviendo de sostén a los leños. Hay que ocurrir a los
croquis hechos por los especializados, no por el primer audaz —como
a menudo acontece— que por ignorancia o por exceso de “toupet”
se creen autorizados para hacerlo. Hay muchos aparentes detalles
nimios que no lo son, que, por el contrario, revisten cuantía y, entre
ellos, está no sólo el diámetro de la embocadura, la caja de humo
y la altura de las chimeneas cuando aflora al exterior, pues siempre
debe sobresalir a las cumbreras y en sitio donde masas de edificación
inmediatas, no dificulte el codiciado tiraje.
El erudito Director de Bellas Artes de España, citado marqués
de Lozoya, comienza su ilustrativo trabajo “La chimenea en la histo¬
ria” del tenor siguiente: “La historia del hogar es la historia del fuego,
cantado por San Francisco De Asis entre las cosas bellas y útiles, como
el sol, el agua y nuestra piadosa hermana la Muerte. Es, mejor dicho,
el poema del fuego en tanto ha sido utilizado por el hombre. El fuego
es apacible y serena el alma, y ha recibido de Dios la amigable vir¬
tud de congregar. Atrae a los dispersos y los reúne en su torno, y es
propicio a la dulce conversación. El hace suculento los yantares, y
el sueño tranquilo y profundo. El sirvió para que fuese posible ofrecer
sacrificios a la divinidad. Es el gran inventor de cuentos, de fábulas
y de poemas y, en resumen, a él se debe en parte muy principal la
suavidad de las costumbres, las útiles in\enciones y el agrado y so¬
siego de la vida”.
— 30 —
No puede pedirse una síntesis más poética y realista de lo que
significa para la humanidad. Su importancia es vital y, por tanto, no
es de extrañar que en este siglo XX sobreviva, poderoso y triunfador,
tanto en el suntuoso palacio como en la humilde cabaña.
Las estufas de mármol, sin campana, con repisa y, sobre ésta,
el clásico juego, el reloj flanqueado por dos candelabros de varias lu¬
ces, —de bronce casi siempre dorado, otras de porcelana, etc.— apa¬
recieron en Montevideo mediado el siglo XIX, y este tipo marca no
sólo una evolución —se vivía en pleno período post-romántico— sino
que revoluciona en España y aquí los medios de calefacción, des¬
terrando de la ciudad los braseros, pues también en los años en que
los costumbristas Larra y Mesonero Romano después, hacían sus
crónicas impregnadas de poesía y de realismo popular, él imperaba en
la península. Al respecto se lee en “El Semanario Pintoresco'’ de la
villa del oso y del madroño corriendo el año 1839 “En la mayor parte
de los pueblos de Italia, y en casi todas nuestras provincias, no se usa
más que el brasero para templar el vigoroso frío del invierno, y sólo
en Madrid y en alguna otra capital se principia ya a desterrar este
mueble para sustituirlo con las chimeneas”.
Fue en este tipo de estufa donde la leña comenzó a sustituir al
carbón por lo cual los canastillos de hierro ocuparon el sitio de
aquélla donde ardía el mineral y más tarde, la “salamandra” cerrada.
Caldeó —como ya expresara— no pocos ambientes, pero quitándole
el encanto de la clásica fogata lenta, convirtiendo los grueso troncos
en ascuas al término de las horas, felizmente hoy vuelta a hacernos
compañía, en especial en el campo, trayendo una vez más belleza y
alegría a los ambientes que favorece, regresando su clásico utilaje; las
pinzas, las palas, la escobilla, los “morrillos”, quedando la “pantalla”
accionada a mano por inútil pues el tiraje y el avivamiento del fuego
se hace hoy solo mediante el perfeccionamiento de las cajas de humo
y su registro, accionado a voluntad, de chimeneas de tiraje, estando
también desterrados los pequeños fuelles de antaño.
En los ambientes rústicos de no pocas casas rurales ha vuelto,
como elemento decorativo tan solo, la “espetera” que se coloca frente
a la lumbre y donde se suele recostar o colgar las pinzas, palas y esco¬
billas, todo trabajo en hierro de forja o fundidas en bronce, historia¬
do o sencillo; y en los suntuosos ambientes ciudadanos la “pantalla ’
no para avivar la combustión, sino el adminículo finamente calado
para evitar que los estallidos de ciertas maderas al quemarse, células
— 31
hasta entonces herméticamente cerradas, arrojen pequeños trozos en¬
cendidos que suelen sobrepasar la distancia normal produciendo per¬
juicios a los pavimentos de madera o quemando las alfombras. Pero
estas pantallas, como en la ciudad juegan un rol inocuo en las estufas
sólo se colocan en los ambientes como grato elemento decorativo.
No prendiéndose, se hacen hasta de seda dentro de marcos trabajados
de bronce o de madera historiada y dorada casi siempre; otras, en¬
marcando pequeñas tapicerías de Beauvais y de otros tipos de tejidos
hechos a mano, casi siempre hermosísimos.
En mucho de estos casos, en vez de fuego, se colocan dentro y
por tanto poco visibles, ocultos por estas artísticas pantallas, los radia¬
dores de la calefacción central y hubo casos en que la eléctrica con
su trama de filamentos metálicos incandescentes, se refugió allí, simu¬
lando leños encendidos, pero, desde luego, estéticamente no es aconse¬
jable todo eso. La estufa debe estar dotada de todo lo necesario para
prenderse, se usa o no la calefacción central o las otras. El aire acondi¬
cionado inclusive debe correr por cuerda aparte, siendo siempre posible
disimularla cuando aquélla no actúe, y en el caso de hacer tuberías,
tras los muebles, siendo preferible las bocas de aire caliente que han
aparecido últimamente trayéndonos una comodidad más.
Pero, a pesar de ser un cultor de todo esto, no se debe abusar
de estos sibaritismos. Al cuerpo sano hay que acostumbrarlo al rigor
del frío, al ejercicio continuo y a veces violento, a las faenas duras,
pues todo ello es fuente de salud lo que no excluye en cierto momento
lo otro. De otra manera nos convertimos en seres artificiales: en
plantas de invernáculo, sin la menor resistencia para la enfermedad
y caeríamos vencidos ante el menor rigor con que nos obsequiara
la natura.
— 32 —
CAPITULO II
Esquemas sobre parciales aspectos arquitectónicos de la vivienda
nacional en épocas distintas^ incluso la presente. — Nuestra casa
y su evolución en las pasadas centurias. — El jardín suburbano.
En el tomo I de mi ‘'Civilización’', en los capítulos pertinentes,
di una impresión fugaz de la arquitectura uruguaya examinada en
sus dos aspectos, urbanos y rurales, desde sus comienzos hasta el 1900.
Se ven en esos rápidos trazos lo que fue llamada “arquitectura
colonial” y también “hispánica”, pero desde luego hasta el fin del
período político que le dió nombre, ya que al advenir la indepen¬
dencia y constituirse la antigua Banda Oriental en un país libre,
comenzó a independizarse de la influencia de la arquitectura española
que había nacido en planos modestos, modestísimos, con sus ribetes
y reminiscencias de las modalidades sureñas de la península —en es¬
pecial de las andaluzas y gaditanas— dadas las similitudes de clima,
de ambientes soleados y campesinos, que les eran comunes. Sólo el
neoclásico se puso de manifiesto cuando la importancia del edificio
hizo del caso hacer arquitectura y en algunos de fuste, de orden pú¬
blico —el Cabildo, la Catedral, iglesia de San Carlos,— y anotadas
débilísimas influencias barrocas en ciertas portadas de casas particu¬
lares, acentuada en la llamada de Llambí y alguna otra.
En aquellos capítulos doy la razón de la modestia de nuestra ar¬
quitectura que no tenía otro motivo que la sensillez de los habitadores,
su insuficiencia de recursos y el dominio de un nivel cultural inci¬
piente no deparaba mayor exigencia en el levantamiento de los
edificios en cuanto se alejara de la planta amplia, sentir perfectamente
comprensible, y más, dado el patriarcal medio de vida y la escasa
valía de los terrenos. Concretando, creo puede decirse que, desgra-
— 33 —
ciadamente, las preocupaciones de orden suntuario, la apreciación
de los estilos, los aspectos artísticos para nada desvelaron a nues¬
tros abuelos, atentos, en la ciudad, a los amplios y soleados patios de
indudable influencia andaluza como ya dije, a la no menor vastedad
de los cuartos, desde la sala a las cocinas, pues, en cuanto al campo,
la estancia se planeó desde el primer momento con los padrones arqui¬
tectónicos que exigía su inmediato destino utilitario: las faenas ga¬
naderas a campo abierto realizada lo más económica posible.
Terminado el período político hispánico, las sucesivas aportacio¬
nes que de la propia España se continuaron recibiendo, se vieron in¬
crementadas y matizadas per otras de países europeos, suministrando
Italia, Portugal, Francia, Inglaterra, etc., nuevas ideas, nuevas nece¬
sidades, pues en volúmenes mucho mayores los nuevos pobladores de
esa procedencia, no pocas veces, trataron de reproducir, en cuanto
les fue posible, las características, las modalidades arquitectónicas de
sus países de origen, desde luego adaptándolas al nuevo ambiente casi
siempre. A este respecto^ nuestro clima templado modificó las realiza¬
ciones en todo el correr del XIX de las personas que se vieron en el
caso de hacer su casa propia, y ya a principios de la nueva centuria
en que vivimos, fue que se crearon en cierta manera, rápidamente, nue¬
vos tipos que respondían a nuestras necesidades de ambiente y del género
de vida que se alteró profundamente, uniformándolos en líneas de
determinado padrón.
Con todo confirmando una vez más la excepción a la regla,
hay muchas, por ejemplo, la de porción de “chalets”, —francesismo
incluido intencionadamente, dada su infundada vulgarización— edi¬
ficios que en su segunda o tercera planta presentan techos de teja mar-
sellesa de desnivel pronunciadísimo, y aún lozas de pizarra, repro¬
duciendo en nuestro ambiente templado, techumbres propios de los
climas muy fríos, donde esos desniveles se justifican para provocar el
rápido deslizamiento del hielo que el clima acumula. Con todo, pese a
estar completamente fuera de ambientes, hay hermosos edificios que
muestran belleza y proporción.
Ultimamente, en zonas residenciales de Carrasco y de Punta del
Este, se vienen edificando suntuosos edificios que reflejan los viejos
estilos estadounidenses propios de la Nueva Inglaterra, de los estado
de Virginia y Carolina del Sud, y, entre ellos los que en su frente^ie-
nen adosado, una especie de peristilo saliente que en nuestro ambiente,
marca una predilección de última hora.
Todo esto no se me oculta que es propio de un país sin tradición
arquitectónica, lo que por otra parte no tiene motivo de tenerla por
ser nuevo, formado sobre un heterogéneo concurso de emigrantes lle¬
gados de las más distintas latitudes, y es valedera razón que marcadas
diferencias de origen se acusen en la arquitectura.
También, sobre todo en la última mitad del XIX, predominó en
Montevideo y en el interior, así como en todos los poblados urbanos
de la cuenca platense, un tipo de arquitectura, en sus aspectos artísti¬
cos, mala de verdad, que hasta sirvió de motivo para un comentario
mordaz de un conocido viajero francés que nos visitara.
Me refiero a las fachadas de casas de una sola planta que tenían
sobre ellas una especie de balcón corrido, que era la balaustrada de
!a azotea, elemento que, mirado de fren^, bruscamnte interrumpía la
fachada, pues la balconada calada —no tanto las llenas— hacía su¬
poner que se trataba de un edifico inconcluso, detenida la obra con
la terminación de la planta baja. Un viajero, criticón como buen
francés desde luego, calificó de “medias casas” esos tipos y, con bas¬
tante razón pues, a más, los historiados pilares que presentaban casi
todos los paramentos, se interrumpían también al llegar a la azotea.
Me refiero a Jorge Clemenceau como también pudiera ser
Anateole France, Jules Huret, cualquier otro de los viajeros galos o
personas de buen gusto que nos visitaran por el principio del siglo XIX.
El porcentaje de estas casas es enorme y lo era mucho más al
filo del 1900 en que su decadencia felizmente comenzó. Se trataba
de fachadas de mal gusto italiano, fabricadas, en su mayoría por “fren¬
tistas” genoveses, lombardos, etc., por demás recargados de ornamen¬
tación y horros de buena estética (^).
Aun cuando son numerosas las moradas de tal suerte tratadas,
—y por tanto ser muy conocidas— no está demás dejar constancia
escrita de que la fachada presentaba una puerta de madera provista
con el inevitable llamador de bronce, cuyo aldabón representaba —casi
indefectiblemente— una mano femenina sujetando la bola percutora,
también de bronce, con los dedos, a veces muy donosamente tratada.
A uno de sus lados dos o tres ventanas correspondientes a la sala; al otro,
una o dos que daban luz natural al escritorio. Al principio de esta mo¬
da estas aberturas estaban cerradas por rejas de hierro fundido, en mu-
(lí Cleinenreau, en 1902, las caleiilaba en 30.500, dato seguramente sumi¬
nistrado posiblemente, por Daniel Muñoz, Intendente en aquel momento y su
anfitrión.
35 —
cha; oportunidades de complicada ornamentación y, en este caso, una
persiana de finos y li\’ianos tabloncillos colocados horizontales a escasa
distancia —cinco a \einte centímetros— manejadas desde el interior
de las habitaciones con un par de tiras de lienzo que las alzaban
recogidas en rollo, regulaba la entrada de luz o de aire.
En mi ya nombrada “Civilización, etc.'’, he entrado en detalles
sobre la planta y demás características de estos edificios que, por lo
conocidos que aun siguen siendo en el día, me creo excusado de
presentar.
El ocaso de estas modalidades comenzó cuando empezó a supri¬
mirse el patio de los primeros tiempos, que nuevas maneras de vivir
no los hacían indispensable, como también, las azoteas, volviendo a
predominar las tejas, pero no las de tipo francés que habíanse usado
en la última mitad del XIX totalmente viniendo de Marsella. Reapare¬
ció la teja tipo colonial fabricada en el país y obtenida más o menos
buena — liviana e impermeable — pero dando a ese nuevo estilo de
la casa uruguaya la denominación de colonial en cierto modo falta
de base, pues lo único que hacía pensar en la época pasada era
ese tipo de teja peninsular tan penosamente fabricada y obtenida
tras muchos fracasos, tanto española como en parte también por¬
tuguesa, las rejas, etc. También algunos la calificaron de arquitec¬
tura patricia con bastante base pues es un estilo pleno en arcaísmo
que nació con la patria y que de su sabia se nutrió.
Y estas nuevas formas se produjeron tanto aquí como en la vecina
orilla por lo cual quizá fuera más lógico hablar de un estilo rio-
platense ya que en la cuenca del gran río ella nació, prosperó y
ahora impera, casi totalmente soberana tanto en los barrios residen¬
ciales de todo el país como en los argentinos, en los poblados veranie¬
gos de las zonas playeras como en las de tierra adentro y penetra en
el interior de los campos, en las poblaciones de las estancias, y en
todas partes con la prestancia propia de lo autóctono, con la impeca¬
ble albura de sus paredes blancas encaladas, el alegre tono rojo de las
techumbres y la fresca nota del \’erde recubriendo la carpintería en
todas sus aberturas.
Indudablemente que, dentro de las preocupaciones del hombre,
en todas partes, ha sido una de las más constantes la edificación de la
casa propia. En nuestro medio este sentimiento se ha agudizado de
unos años a esta parte provocada por distintos factores —entre ellos
las facilidades del crédito— con las consiguientes ventajas para todos,
desde que es un factor de unidad dentro de la célula familiar. Signi¬
fica también una mayor contracción al ahorro que prácticamente,
por el imperio de las amortizaciones, lo hace obligatorio; es un intere¬
sante elemento de mayor nivel de convivencia social, aparte de lo
que significa como factor de progreso para el individuo y la comuni¬
dad en sus más diversos aspecto que van desde el artístico al econó¬
mico, sin olvidar el psicológico.
^ Antiguamente era cosa común el vivir sin mayores preocupacio¬
nes en una casa alquilada y hasta no pocos sentían cierta voluptuosi¬
dad en el cambio de alojamiento fantaseando sobre la nueva residen¬
cia, o la mejor disposición de los muebles. También dentro de otro
rubro, había novedad, por cambiar de barrio, para alternar en otro
ambiente, etc.; pero, de un tiempo a esta parte, sea por el paulatino
e incontrolado aumento de los alquileres, por las facilidades que dan
para la construcción las entidades particulares y las oficiales, por la
mayor consideración social que al parecer disfrutan los que tienen casa
propia, la venta a plazos largos de los terrenos suburbanos, el deseo
de afincamiento se ha hecho evidente y es hoy la preocupación de
miles de hogares que no han podido alcanzar aún el logro de sus
aspiraciones. Promisorio sentir en verdad, halagador por más de un
concepto.
Todo esto ha traído como consecuencia la mejora de la habita¬
ción en todos sus planos, desde la colectiva de distintos pisos, los
grandes blockes de apartamentos que, con la conquista de la propie¬
dad horizontal, ha logrado beneficios indudables para esa clase de ar¬
quitectura, las casas individuales, de fin de semana en la periferia de
la urbe o en los pueblos de los alrededores, la permanente en la
ciudad, las miles de los poblados balnearios, y la casa rural de las estan¬
cias o de las chacras, conquista esta última lograda para el bienestar
general que interesa destacar como nueva modalidad de la que se
beneficia tanto la salud de la familia, el progreso de los cultivos inten¬
sivos, la avicultura, la apicultura, la jardinería, la huerta, el laboreo
de mentes frutales, y los mil y un aspectos de la mejora del agro y la
artesanía rural: carpinteros, herreros, albañiles, pintores, plomeros,
y demás, y la salud para todos que es natural. Y se refleja en los habi¬
tadores de tales excelentes ambientes, conquista ejemplar a todas las
otras logradas.
37 —
•^Este aumento de riqueza pública ha traído, como consecuen¬
cia directa e inmediata, la mejora de la vialidad suburbana, la de to¬
dos los servicios públicos que le son inherentes —desde el transporte
colectivo, la energía eléctrica, el teléfono, etc.— afectando el mayor ni¬
vel cultural del personal de las chacras en lo que dice respecto a aloja¬
miento, cultivos y a mejoras de toda clase: la producción de vinos, el
aprovechamiento industrial de las frutas, el mayor nivel de los salarios, y
la indudable mejora de la habitación, tanto del patrón como del
artesano que ahora cuenta con cosas que ante ni fueron soñadas, el
agua corriente como la luz eléctica —o, mejor dicho, la energía
eléctrica ya sea la pública como la individual— la refrigeración que
conserva los alimentos y procura bebidas frescas en los días más ri¬
gorosos del verano, la radio y, ya en plena realidad, ésta con la tele¬
visión. En una palabra: civilización.
Todos estos factores aunados han traído como consecuencia una
transformación radical en la manera de vivir de las gentes, mejorán¬
dola en términos sorprendentes en el lapso de pocos años. Entre otras
ventajas que se derivan para el común afines con el tema, está el
aumento de conocimientos de las clases interesadas respecto no sólo a
jardines y decoraciones, sino que alcanza a carpintería, a la herrería
y a otros aspectos de las artes aplicadas que antes no despertaban inte¬
rés sino a los profesionales y los entendidos, sin olvidar los importan¬
tes rubros del aumento de riqueza pública y de rentas fiscales.
Resulta hoy común oír discurrir a los integrantes de la clase
media sobre estilos de amoblado, sobre tapicería, sobre alfombras he¬
chas a mano, sobre cerámica, y sobre las infinitas ^’ariantes con que
la artesanía adorna las habitaciones.
Sobre las ventajas intrínsecas que esas nuevas inquietudes pro¬
curan, está, entre otras cosas, el mayor apego al hogar donde se pro¬
cura imprimir en tal o cual aspecto el sello personal, no siempre muy
feliz al principio, pero que irá afinando con el tiempo. Es así que la
estructura social del hogar se robustece junto a las pequeñas indus¬
trias que florecen.
Y se ha producido, al favor del mayor sedimento cultural, una
preocupación por el estilo, la decoración, la comodidad, suprimiendo
todo lo inútil —o lo poco útil— procurando rodearse de un ambiente
en que la vida pueda desarrollarse fácil y cómoda, dentro de una gran
simplicidad, pero teniendo como norte la comodidad y la belleza. De
ahí la preocupación felizmente predominante de hacer la casa eurít-
— 38 —
mica, con la proporción debida. La proporción, supremo escollo...
bendita sea! Significa lo que no es fácilmente alcanzable pero que
preocupa a todos: la línea y el volumen, el color, la buena distribu¬
ción.
He aquí el otro escollo del arquitecto, quién no sólo debe ceñirse
ai logro de esa finalidad por su propia función de tal, sino que tiene
que contemplar algo más difícil de dominar para su obra de belleza
práctica: los deseos del cliente, que paga y exige muchas veces, des¬
consideradamente, que ignora cosas fundamentales, pero que desea
hacerse su gusto. . .
No es fácil el acierto en la concepción arquitectónica en sí y,
menos fácil, es trabajar en esas condiciones, poder captar las ideas del
que manda realizar la obra. El cliente culto, el familiarizado con los
estudios humanísticos, forzosamente debe tener una concepción de
la casa que se dispone a hacer muy distinta del industrial enriquecido
que, ducho en los negocios domina el ambiente en que estos se desen¬
vuelven; del estanciero triunfador en el mercado de las haciendas me¬
jores, del agricultor que ha arrancado los frutos de la tierra y ha sabido
negociarlos con provecho personal, del cabañero que, dominando el
complejo problema de los cruzamientos, obtiene, tras ímprobo trabajo,
los campeonatos con sus productos de alta mestización en las compe¬
tencias rurales, del especulador que ha sabido dominar el mercado de
valores en la Bolsa de Comercio, el que, pacientemente ha logrado
reunir un capital cuyas rentas, al término de la vida, le permitan le¬
vantar su casa para pasar en ella, sosegadamente, las horas de retiro,
¿cómo contemplar los deseos de toda esa buena gente? Son todas difi¬
cultades a vencer. Y, un último escollo, quizá el más temible las se¬
ñoras que, como dueñas de casa, tienen sus ideas respecto a la distri¬
bución de la mansión de las cuales se apean difícilmente. . . todo esto
debe vencer el arquitecto para el cual, después de la obra realizada
van todas las críticas. Pese a ello, hay quienes se atreven a lidiar con
esos toros. . . Luego, conciliar la economía con la belleza y ccn las
ama de casa, quedamos en que distan de ser una tontera.
Evidentemente el cambio en la casa uruguaya ha sido profundo,
afectando tanto la planta como el alzado. Y que la mejora ha sido lo¬
grada ampliamente, a la vista está. . .
— 39 —
Generalizando, tomando ideas de las casas habitaciones de todos
los pueblos adelantados, combinándolo con nuestro clima y con nues¬
tras costumbres, se ha llegado a una meta realmente satisfactoria, tan¬
to en la distribución como en la presentación de los paramentos, inte¬
riores y exteriores. La simplicidad preside con acierto y han sido dese¬
chadas las ornamentaciones inútiles de las decoraciones que estuvieron
tan en boga en todo el mundo no hace muchas décadas, así como se
ha suprimido, de raíz, en la casa-media, la inútil sala de otrora, el
pomposo comedor, el poco apro\'echado escritorio, todo ello refundido
en el área del antiguo patio, también suprimido, donde se ha creado
el “estar”, que es sala, escritorio, comedor, cuarto de costura, todo
ello dentro de un área lo suficientemente amplia, cómoda, hermosa,
útil, en donde se concentra toda la vida de la casa. Los dormitorios
tienen lo elemental, una vez eliminado los muebles inútiles de antaño:
armario, psiché, chaisse longue, lavatorio, etc. Los placard —supervi¬
vencia de las antiguas alacenas— suplen todos ellos ventajosamente y el
cuarto de baño inmediato concentra, en área mínima, todas las ne¬
cesidades higiénicas habiendo desterrado hasta el horror de las acia¬
gas vasinicas de la mesa de luz. Queda la cama —que no siempre
se salva en estas hecatombes— y dos veladoras: todo fácil de limpiar
pues no hay muebles y los paramentos lisos apenas si decorados con
algunos cuadritos amables de tema y de color atrayente, ponen una
nota coqueta.
Para apreciar el espacio recorrido y la mejora lograda basta unos
instantes de meditación. Debe evocarse la sala de antaño con lo que
tenía y para lo que servía, sin olvidar que ese sitio, escasísimamente
frecuentado otrora, ocupaba el mejor lugar, el más aireado, el que
tenía ventanas. El resto de la casa, los dormitorios principalmente,
casi siempre sin ellas al exterior, con el aire viciado característico de
los oscuros recintos de ese tipo y los pesados muebles agrupando tierra
día tras día ya sobre los roperos inmensos de “tres cuerpos", o bajo ellos
y también en los muebles menores. El escritorio sólo útil cuando el
dueño de casa era un titulado, —con bufete abierto— o un escritor,
o un procurador. Hoy la tarea del profesional se hace aparte, en el
“estudio", sito, por lo general, en casas de departamentos donde se
alquilan locales especiales a tales efectos, cómodos y construidos espe¬
cialmente a esos fines. Hace la excepción, en algunos casos, el médico
que tiene su “consultorio” a veces, en su propia casa, a cuyo fin la
hace de dos plantas, aquél abajo, en la alta, el domicilio con las habi-
— 40 —
taciones particulares. Pero esta es posiblemente la supervivencia de
la antigua costumbre, por cuanto los médicos tienen su consultorio
fuera de casa, raramente utilizada para ese fin, para eso están los sa¬
natorios y consultorios particulares.
No sólo eran constructores italianos los que divulgaron el auge
de estas “medias casas ’. Tanto aquí como en todas las ciudades de la
cuenca del Plata, fueron también arquitectos los que las construyeron,
muchísimas veces en extremo suntuosas. En Montevideo, puede pre¬
sentarse como tipo de la expresión superior de esa morada, la que le¬
vantó el arquitecto Capurro para el general Máximo Santos, que ha
tenido varios destinos señalados, llegando a ser la sede del Consejo
Nacional de Gobierno, Ínterin se reacondicionaba la antigua Casa de
Gobierno de la plaza Independencia, siendo hoy el local que ocupa
el Ministerio de Relaciones Exteriores.
No es de extrañar que a los viajeros europeos les haya llamado
la atención esta arquitectura. Acostumbrados en sus ciudades, invaria¬
blemente casi, a los edificios de varias plantas, les ha chocado con
razón que las nuestras, sobre todo en el pasado, fueran de planta baja.
Sobre significar un precario aprovechamiento de las áreas centrales
urbanas, el considerable lugar que ocupan ha hecho que las urbes
se extiendan de manera considerable nada acorde con los usos de
allende los mares. Si bien esto puede significar habitaciones mejor
aireadas, los servicios municipales se ven obligados a considerables in¬
versiones por la inusitada extensión de sus calles, red cloacal, agua,
luz, de suerte que en Europa a igualdad de población, en tres o cuatro
veces se ve reducido el lugar ocupado por el casco de la ciudad.
Hace ya algunos años que la tendencia moderna sudamericana
es otra. Hoy, las calles de los lugares vitales de las ciudades se ven
flanqueadas por altos edificios, obligados, sin duda, a sacar mayor renta
de las áreas disponibles, pero el gusto antiguo no ha desaparecido, y
los propietarios han ocupado la periferia de los poblados con casas
de una sola planta, pero mucho más estéticas e higiénicas que las
de otrora ya que las procuran hacer de tres o cuatro frentes de
suerte que las habitaciones tienen ventilación directa al exterior, pe¬
netra el sol, se renueva el aire viciado, y se obtienen otras ventajas
pues si bien los “espacios verdes", que antes se circunscribían preca¬
riamente a los patios, han sido prácticamente suprimidos y los arbustos
y las plantas ponen su nota grata al frente y a los costados.
Con todo, me atrevo a suponer que estas ventajas corren peligro
— 41 -
de quedar anuladas por los rascacielos que están siendo de moda, y
muy buscados porque !a propiedad horizontal permite disponer de la
casa independiente en esos enormes aglomerados, predilección a la
cual quizá no esté ajena la dificultad para conseguir servicio domés¬
tico cada vez más escaso, más deficiente y más caro.
/ Volviendo a los gustos arquitectónicos inmediatos al 1900, diré que
en los enrejados de las ventanas que daban a la calle, se anotaron más
de una variante. La hermética verja de hierro que venía de las forjas
del XVIII y que, con variantes de dibujos se complicaron en rebus¬
cados arabescos de fundición, antes de desaparecer, se dividió hori¬
zontalmente, en dos planos. El inferior, fijo; el superior, se abría en
dos hojas movibles a voluntad, de manera que se convirtió en balcón.
En el tomo II de mi ya citada “Civilización” expongo en una serie
de gráficos toda la evolución habida no sólo en el renglón que me
ocupa, sino que en todos los aspectos arquitectónicos ciudadanos.
Esa modificación fue una conquista de la alteración de las vie¬
jas costumbres. Antiguamente, la tertulia familiar, diurna y nocturna,
se desarrollaba en la sala, y en el buen tiempo, las ventanas abiertas
ponían en comunicación visual a la reunión con lo que pasaba en
la calle. Pero esa modalidad se alteró: las personas de edad —espe¬
cialmente las del sexo femenino— siguieron intercambiando impre¬
siones dentro de la sala, pero las jóvenes, las de igual sexo, se aso¬
maron a los balcones, por las tardes y por las noches, pues era
costumbre también transitar por las veredas, pausadamente, en ritmo
de paseo. Y de inmediato, vino lo otro: lo que se llamó “el dra¬
goneo”, primero de “ojito”, firme el galán en la esquina, pasando
de vez en cuando, frente al balcón oteando su “Dulcinea ; al co¬
mienzo del noviazgo, tímidamente por la vereda de enfrente, luego,
más osado, por la propia, para al final detenerse a conversar por
largas horas si los familiares de la joven no ponían reparos a esa
aproximación.
Interin la tertulia femenina proseguía en la sala o, una tía, her¬
mana o amiga complaciente —a falta de tertulia— tocaba el piano,
mientras el futuro casal “pelaba la pava” en el dichoso balcón que al
final, evolucionando, se hizo de columnitas de mármol con repisa ídem,
o de hierro con repisa de madera, etc., y fue cuando hizo su apari-
— 42 —
ción un adminículo que ahora se desconoce, y consistente en “halco¬
neras", una franja de género-terciopelo, a veces ligeramente acol¬
chado, etc., bordado, sujeto por cintas a la repisa, que permitía
apoyar los brazos sin sentir la dureza molesta del mármol o de la
madera. Y en este accesorio, los bordados y las filigranas de las la¬
bores manuales femeninas tenía donde expandirse.
Observo que me desvío de los aspectos arquitectónicos incursio-
nando en el de las costumbres ampliamente tratadas, por lo menos
en estos rubros, en mi libro “Civilización’’, a la cual acudo transcri¬
biendo, con leves agregados, los párrafos que siguen.
“A continuación de la puerta el zaguán, el pavimentado de
mármol, intercala losas blancas con negras, o en los modestos de bal¬
dosas, unas veces extranjeras, en los de menor inversión, de portland,
nacional. Frisos a lo largo de las paredes acompañando, general¬
mente, el material del pavimento; escalones de mármol cuando había
que eliminar un desnivel. A este zaguán daban las puertas de la sala
y del escritorio dispuestas bis a bis. Al final una cancela de hierro ca¬
lado y hasta afiligranado muchas veces, que lo cerraba impidiendo el
paso libre al primer patio. Con posterioridad hubo puertas cancelas
de madera, barnizada, casi siempre ricamente esculturadas en los
únicos tableros, uno en cada hoja, que constituían la base. La parte
superior dotada de grandes cristales de una pieza, también por hoja,
opacos y en estos casos ornamentados con finos trabajos al agua,
por lo general, canastas de flores, pájaros, y las iniciales del propie¬
tario, algo sacramental, entrelazadas. Los cristales casi siempre eran
claros, transparentes, y, en este caso la susodicha ornamentación y las
iniciales, estaban cuidadosamente esmeriladas. En las canceles de hierro
forjado —menos en las fundidas— y en esa rica, suntuosa y costosa
cristalería, solía haber ejemplares artísticos de extremado acierto co¬
mo también lamentables excesos de decoración, pero tanto los traba¬
jos al agua como el esmerilado acreditaba una hábil artesanía. Al cen¬
tro del zaguán, pendiente, un gran farol a gas, mucha ^ \ eces provisto
de gruesos y transparentes cristales biselados, cuadrados, octogonales,
o como gustara al dueño.
El primer patio, descubierto al principio, luego techado de cla¬
raboya de vidrio triple. Cuando era simple, lo resguardaba una cubierta
de alambre tejido, superpuesta, dispuesta en lienzos movibles, daba acce¬
so a la luz y al sol y, en estos casos, un toldo horizontalmente colocado,
se corría en el verano para evitar los excesos de calor. Las grandes
y claraboyas se ventilaban con aberturas movibles a voluntad, desde
la azotea y, cuando no eran grandes, eran corredizas, accionadas des¬
de abajo, por una rueda de multiplicación que actuaba con el
manubrio a mano. Esto facilitaba, en los días de lluvia el lavado de las
plantas con agua meteorizada que enviaba el cielo para arecas, y otras
palmeras, incluso la latania borbónica, y demás vegetales que lo
adornaban, colocados por lo general, en grandes macetones de cerá¬
mica o de mayólicas europeas y también de mármol de Carrara. Des¬
pués del 1900 en los edificios de mayores pretensiones, las claraboyas
se cubrían de multicolores vitreaux, traídos del exterior, de línea
Luis XVI y Renacimiento por lo general, pero esta modalidad no
perduró mucho tiempo porque los patios virtualmente desaparecieron,
y los pequeños, al estar de esta suerte cubiertos, no daban mayor
luz, por el alto precio y porque a muchos les resultaba un exceso de
color de discutido gusto aunque siempre se reconoció que este tipo
de vidrieras era más apto para colocarse en ventanales.
Al primer patio, en las residencias de mayor viso, solían circuirlo,
por lo general en tres de sus lados, una galería sostenida por columnas
de hierro, techo plano de bovedilla con cielorraso de yeso o de metal
estampado, que permitía circular bajo ella al amparo de la lluvia.
A este patio —casi siempre a la enunciada galería— daban los dormi¬
torios principales, una puerta del escritorio — cuando había dos —
una amplia portada para el comedor y la entrada al zaguán que,
en ¡a misma línea del de la puerta de calle, daba acceso al segundo
patio.
- No falta en este patio —cuando el edificio era suntuoso— esta¬
tuas de mármol y, en los corredores, bastantes pies-bases para sos¬
tén de macetas y demás adornos. En sus paredes mecheros de gas
de brazo de bronce historiado —los de vidrio eran propios de salas,
escritorios y comedores— provisto de su bomba de cristal esmerilado
ccn finos motivos trasparentes tratados al agua.
En las salas la iluminación se hacía a base de arañas de cristal
plena de caireles y brazos ornamentados del mismo material, provis¬
tas de bombas igualmente tratadas, redondas, cuadradas, exagona¬
les, etc., de seis, doce y hasta más luces que esparcían una luz discreta
tamizada por el esmerilado y que iluminaban más por refracción des¬
cendiendo una luz difusa de los blancos cielorrasos enyesados, que
de “rasos"’ no tenían muchas veces más que el nombre, pues eran
bastantes comunes magníficas gargantas, frisos y artesonados. Al cen-
44 —
tro el gran rosetón moldurado del plafond central de donde pendía
la araña, así como el de las gargantas respondían al Renacimiento ita¬
liano y francés, pero luego los ‘‘putti", angelitos, más o menos mo¬
fletudos, fueron desplazados por las guirnaldas de flores, medallo¬
nes, etc., propios del Luis XV y especialmente del Luis XVI.
Regularmente daba acceso al comedor, desde el primer patio, la
amplia portada de que hablé, y entrando en pormenores diré que in¬
variablemente era adintelada, provista de hojas plegadizas —cuatro
por lo general— su puerta provista de vidrios esmerilados y, en mu¬
chos casos, adornados no sólo de pájaros sino que de frutas, propios
del lugar y haciendo juego con las filigranas de que se adornaban la
anteriormente citada cancel.
Era casi de rigor en las residencias “que presumían” una antesala
separada por una amplia portada adintelada de cuatro o más hojas
que se plegaban proporcionalmente a ambos lados cuando se quería
formar un solo ambiente. Al principio estaba dotada de vidrios de
colores, azules, verdes, blancos y opacos, pero pronto desapareció posi¬
blemente por la incomodidad de su manejo, y la sala quedó en un
solo ambiente, en planta de ángulo, pero marcados los dos recintos
o por columnas de capiteles dóricos en los dinteles planos, o por arco
de los distintos tipos, esto abovedado por excepción.
A la antesala —en caso que la hubiera— seguía el cuarto de
vestir o el primer dormitorio. Luego los otros, de las hijas o hijos,
pues el primero era el de los progenitores. El baño daba por lo regu¬
lar, a la mitad del corredor que ponía en comunicación el primer
patio con el segundo, y, en este caso su puerta se abría bis a bis con
otra que daba en mitad del comedor, repitiéndose la disposición de
las del zaguán de entrada, de la sala y del escritorio.
En el segundo patio, al contrario del primero que sólo tenía cons¬
trucciones a los sumo por tres de sus lados, se abrían habitaciones a
una y otra mano. Siguiendo la línea de dormitorios continuaban estos
en casos de alojar numerosa descendencia, con otro cuarto de baño
al fondo, y a veces, con la intercalación de un cuarto de costura. El
opuesto lado, lo ocupaba, siguiendo al comedor, pero ahora en dispo¬
sición de dos plantas, el ante-comedor que a la vez solía ser des¬
pensa. A esta la cocina, y también un cuarto de plancha, todos ellos
con techo mucho más bajos que los generales que, por lo regular,
eran altísimos, verdaderos excesos que iban de los cinco a los seis
— 45 —
metros y más aún, páramos en invierno imposible de caldear por
los medios simples de entonces.
Arriba de esta serie, los cuartos del servicio, dos o tres, el de
armarios —los antecesores de las roperías de hoy— y el imprescindi¬
ble de los “cachivaches’’, a los que se ascendía por una escalera que
daba a un breve corredor volado, pavimentado, por lo general, de
pisos de baldosas Sacomán como casi todos estos ambientes. La esca¬
lera, por lo general era de hierro.
En este segundo patio, bajo la escalera o el mencionado corredor
del servicio, o en breve lienzo de pared existente entre la puerta del
ante-comedor y de la cocina, había un aljibe, con la roldana pen¬
diente de un brazo de hierro empotrado en el referido paramento.
El brocal de este aljibe, como también parte o toda la cocina y
los servicios higiénicos del personal doméstico, que por lo general ocu¬
paba el último cuarto de la izquierda, se recubrían de baldosas de
cerámica francesa, de Marsella o de Rouen, de fondo blanco in¬
variablemente con motivos azules o excepcionalmente marrones que
ahora el vulgo llama incontroladamente “coloniales’’. Al final, tam¬
bién se usaron baldosas italianas y alemanas, de cerámica.
Estos aljibes arrastran, claro está, auténtico e indiscutido origen
colonial, pero se hicieron hasta ya entrada la segunda mitad del XIX,
fecha en la cual recién la ciudad tuvo agua corriente. Con todo,
ya contando con esta importantísima mejora, se siguieron construyendo
hasta el 1900, utilizándose el agua para la limpieza para aminorar la
cuenta mensual de “agua corriente”, que, como toda cosa nueva a
muchos su pago producía cosquillas las cuales serían una bagatela,
ante los estremecimientos que periódicamente les producirían la obla¬
ción de los adeudos a la Ose de nuestros días provocada por el
mismo concepto (o conmociones cerebrales).
Desde luego que este tipo de edificación tuvo muchas variantes.
Los de altos tenían igual planta, a excepción de los patios y, para su¬
plantar los abiertos, un amplio corredor techado sustentado por
columnas de hierro en la planta baja, corría a todo lo largo de lu¬
gar en que se abrían los dormitorios más o menos en serie. El costado
hacia el patio lo limitaba un múrete surmontado por una galería
abierta unas veces, cerrada con amplias vidrieras que se abrían y
cerraban a voluntad. El segundo patio, casi siempre ocupaba la planta
de su similar de planta baja, pavimentada por patines dando así luz
— 46 -
a éste. Unas veces era abierto a pleno cielo; otras cubierto por clara¬
boya cerrada o corrediza.
En estos edificios, siempre las entradas eran independientes, pues
la entrada y escalera común sólo se usó en lo que va de esta centuria
—salvo las inevitables excepciones— en las casas de departamentos.
Las cocinas de estos edificios eran, por cierto, muy distintas a
las de nuestros días, a cada instante en evolución hacia nortes mejores
y que terminarán, sin duda alguna, para la habitación de clase popu¬
lar y media, en la cocina-estar —norteamericanas— que se ha hecho
amplio camino en la moderna vivienda montevideana a favor de los
extraordinarios adelantos que la electricidad y la mecanización del uti-
laje ha traído para la simplificación de la ingrata tarea.
Las hornallas adosadas a la pared accionadas a base de car¬
bón de piedra o de leña, con o sin campana, sin extractor de aire,
ni depósito de basura automático, licuadoras, frigidaires, no se veían
por ese entonces, pues hasta faltaba lo que es hoy elemental: el
grifo proveedor de agua caliente.
Pero este oteo de la vivienda nuestra, en el pasado y en el pre¬
sente, no me permite entrar en estos y otros muchos detalles más pro¬
pios de otros capítulos monográficos, pues entiendo que sólo debo
evocar generalidades sin entrar en particularizaciones, salvo ciertos
casos en que una pincelada descriptiva de más fondo, puede contri¬
buir a la más rápida comprensión de como antes se vivía.
El comedor de antaño, aparatoso con una amplitud, sólo utilizada
—salvo en el caso de tener numerosos hijos— media docena de veces
al año —-santos, casamientos, cumpleaños,— hoy está reducido a lo
indispensable en la casa media, dando comodidad, practicidad, exi¬
giendo al mínimo la utilización del siempre complicado y oneroso ser¬
vicio doméstico. Los muebles sumarios, —mesas y sillas— todo lo de¬
más oculto en los placards de antaño, las alacenas de ogaño. Excep¬
ción hecha de residencias palaciegas, el lujo está hoy en el servicio de
porcelana y en los útiles de plata, de los cubiertos, bandejas, de la
manera de vivir de hoy y en todo esto aparece sólo al ser utilizado.
Nada de exposición en vitrinas más o menos suntuosas, en los aparado¬
res y trinchantes monumentales, de varios pisos.
La cocina chica —todo a mano— con su embaldosado y a lace-
— 47 —
ñas, agua fría y caliente en sus grifos, aparatos de refrigeración coci¬
na a gas o eléctrica, todo blanco o claro matizado de ^al o cual
azulejo artístico que pone una nota de color amable en el conjunto
de lo contrario por demás monótono, y su extractor de aire viciado.
Antaño no hay que olvidarse que se carecía de las máquinas
succionadoras del ahora; entonces la casa se barría y se plumereaba,
toda. Salvo la parte que recoge la pala, el polvo se alborotaba con
ese trajín, trasladándolo de un sitio a otro. Prácticamente no se eli¬
minaba.
Ese tipo de casa-habitación es la existente en los barrios residen¬
ciales de todos los lugares del país irradiado de Montevideo, en todas las
estaciones balnearias y turísticas y se ha difundido en el campo, en
la propia estancia, en la casa principal, allegada por las ventajas de
su practicidad y la economía de servicio que procura, pues la dificul¬
tad del personal doméstico idóneo es quizá más aguda fuera de la
ciudad, pues en ésta existe, aunque se emplea a alto precio, pero el
idóneo, fuera de la periferia, por más que se pague no se encuentra,
porque no existe.
Otro detalle que felizmente se cuida mucho en la moderna casa
del Uruguay es el recubrimiento de los paramentos tanto en lo interno
como en lo externo. En este último aspecto, el de pastillas de una sola
coloración, tipo mosaico, es la última innovación. El uso de la piedra
ha ennoblecido elevando sus cualidades y llegando a permitir, en al¬
gunos casos, primorosos trabajos de estereotomía o combinaciones
sumamente artísticas. Pero esto se deja para las localidades muy bien
provistas de excelentes canteras y, sobre todo, en las circunstancias
donde es posible la inversión de capital sin mayores economías, bus¬
cándose el logro de alcanzar la belleza sin tener muy en cuenta al
precio que se consigue.
También hay una experiencia grande sobre el particular y en
estos casos se busca las paredes exteriores dobles, con espacios vacíos
que la haga térmica al interior: caliente en invierno, fresca en verano.
A más, es sabido que en todos los medios, pero más especialmente en
los húmedos de la costa principalmente —en las noches y al atarde¬
cer— se concentra en la piedra la humedad del ambiente y torna
incómoda, cuando no insalubre las habitaciones, especialmente las no
muy bien aireadas, que no cuentan con paredes huecas.
Las paredes dobles es el ideal para estos casos y para todos por
las innumerables ventajas que reporta, pero no todos disponen de las
— 48 —
cantidades necesarias para efectuar esas inversiones y se limitan a
cubrir con la sombra que dan árboles apropiados de hojas caducas
provistas de células de aire los lienzos expuestos al sol durante todo
el día.
El revoque externo también es muy cuidado y se buscan los
más hermosos que, por regla general, desgraciadamente no son siem¬
pre los más baratos.
Al huir de las inversiones excesivas se suele llegar a los muros
encalados, que son aconsejables en los medios rurales sobre todo, pero
empleando las pinturas al agua de la mejor calidad para no tener
luego que renovarlas. Y no sólo por esto, sino por cuanto resulta agra¬
dable tener los muros siempre perfectamente limpios, y en lo posible
impolutos, también resulta en extremo razonable tenerlos discretamente
maculados por el correr del tiempo, ya que les da un carácter, unas
tonalidades y un cariz vetusto que, al ennoblecer las fachadas, extiende
una credencial de cosa antigua al inmueble. Ese sabor rancio, esa
gustación de antiguo afincamiento quizá sea más interesante que los
muros inmaculados propios de toda casa nueva, pero para alcanzar
esta finalidad, debe emplearse en la pintura primitiva materiales de
primera calidad, pues, de lo contrario, los efectos que se logran no
son satisfactorios. Es curioso que, en estos casos, se ven efectos desa¬
gradables de descuido. No se obtiene la grata pátina que es de desear
lograr; y, por tanto, debe cuidarse lo que se hace, documentarse res¬
pecto de calidades y no improvisar.
Al efecto recuerdo la experiencia que al respecto tengo. Los mu¬
ros encalados del edificio de la vieja Comandancia de la Fortaleza
de Santa Teresa, que son los únicos revocados por ser sus paredes de
tosco mampuesto, que existen en su plaza de armas, pues los demás,
es obra de piedra de sillería, en algunos casos, y, en otros, los más,
cierto remedo del opus insertum, arreglados los viejos revoques que
en el curso de más de una centuria de abandono se habían caído,
se encalcaron una y otra vez, cuidadosamente, pero el exceso de hu¬
medad según creo, propio del lugar y de su orientación que le niega
la caricia del sol por completo, deseada para patinarlos con decencia
y verdad, hace que se echen a perder al cabo de poco tiempo. Varios
encalados han tenido un mal final, por lo menos para mi exigencia,
puesto que no he podido lograr la finalidad perseguida.
Mejores resultados creo haber obtenido al restaurar las viejas
paredes de la también hoy centenaria hermosa casa-posta del Chuy
del Tacuarí, en Cerro Largo. Es menos antigua que Santa Teresa
— 49 —
y sus paramentos van pasando la centuria, pero muy semejantes en
su composición de material, aunque quizá en la posta exista la piedra
en proporción total mientras allá se encuentra mezclada con ladrillos
mal cocidos, pero la exposición es distinta y el sol la acaricia todos los
buenos días, y no hay la continua, ruda y perniciosa caricia plena de
yodo del mar.
Estos muros —altos, de dos plantas— hubo que arreglarlos en
algunas partes, en los lugares que estaban fuera de plomo, y como
es natural, los nuevos revoques detonaban una enormidad y hubo ne¬
cesidad de encalarlos total y discretamente. En su origen remoto la
casa había sido pintada de rosado más de una vez al parecer, dada
la fuerte capa de ese tone originario que luego se vió cubierta de otras
blancas. El curso de los años, la furia de las aguas en los días ventosos
al castigar los muros, puso al descubierto en más de un lugar —y, des¬
de luego, con distinta intensidad— la pintura original, y así es que
todos aquellos antiguos muros presentábanse de un blanco sucio de
fondo rosado, todo patinado de una manera realmente atrayente.
Excusado añadir que se dieron las manos de encalados, repitiendo el
proceso de antaño y, veremos lo que el futuro nos depara, cuando la
acción climatérica ofenda descascarando la nueva pintura. Anticipo
que habiendo variado, quizá las calidades de los materiales, el resul¬
tado pueda no ser el mismo, pero, por lo menos dejo de manifiesto
que se ha hecho lo posible por llegar al buen fin, y que ya hay un prin¬
cipio de éxito positivo.
Toda esta experiencia la volqué en los muros, casi todos dos ve¬
ces centenarios, de la antigua casona que levantó, en un paraje pin¬
toresco, inmediato a la barra del arroyo de las Víboras con el río Uru¬
guay, don Juan de Narbona en 1750. Veremos si aquí, sin fondos
losados, se logran resultados distintos. La exposición es buena, a pleno
sol, y la cal será la que provee el lugar, que se utilizó en Buenos Aires
a fines de XVIII, durante todo el período colonial, pues, precisa¬
mente, don Juan de Narbona levantó esa casona no sólo para su re¬
creo en mitad de ese siglo, sino que para explotar la calera que lleva
su nombre —o la de Camacho, su yerno— a pocos metros y su su¬
cesor.
Actualmente, en les encalados, se van teniendo muy en cuenta
los colores que pudieran llamarse calientes o fríos. Los primeros se
- 50
buscan para la obtención de una impresión de sosiego, de recogi¬
miento: los segundos, para dar la de aseo y de frescura, muy buscados,
en los sitios de veraneo donde el calor acucia precisamente en las tem¬
poradas en que el edificio se busca para descansar.
Pero hay matices que se deben tener muy en cuenta y, que fe¬
lizmente, el espíritu afinado de hoy no los deja olvidados. El blanco
rechaza el exceso de calor de los rayos del sol, pero molesta a la
vista, hiriéndola vivamente, y precisamente en las horas en que se
busca tener el espíritu en ambiente recoleto. Por eso es que muchos
procuran combinaciones para atenuar ese exceso de luminosidad, v
los combinan con amarillo suave, colocándolos a la manera antigua en
frisos, esquinas, aleros, encuadrando las aberturas, etc. Ese color, como
también el rosado, y el salmón, combinan muy bien y disminuyen el
desasosiego de la vista, pero para mí es más atrayente el azul de bien
saneado uso en el país en las viviendas antiguas.
La luminotecnia tanto de día como de noche, es cosa no tan
baladí. Antes se ignoraba prácticamente, hoy, por el contrario, la
gente que sabe vivir la tiene muy en cuenta, tanto al exterior como
al interior. Y, en estos casos, ya es cosa corriente, buscar, en los estar,
en las bibliotecas, en los dormitorios, y en los comedores, la ilumina¬
ción concentrada en uno o en varios puntos, pero manteniendo el resto
de los ambientes en cierta penumbra, siempre lugares de reposo para
el espíritu que desea descansar, soñar o estar en pleno nirvana en un
ambiente grato. Por eso es que, para las noches, para muchos am¬
bientes, las lámparas de pie, reposando en el pavimento o sobre las
mesas, procuran lugares agradables, habiéndose desterrado las grandes
arañas que le quitan intimidad.
La presente centuria ha revolucionado la manera de vivir de las
clases acomodadas del país y sus ventajas han alcanzado a todas, aún
las más modestas en el plano urbano, no así en el rural donde las
clases más humildes viven y se alimentan deficientemente, en gran
parte provocada por su propia incuria. Nunca se me podrá justificar
que disponiendo de tierra no tengan verduras. La recorrida por los
medios campesinos europeos demuestra que la gente más escasa de
recursos, en el plano en que vegeta la muestra, vive infinitamente
mejor. Hay en esto una falta de cultura que no me cabe la menor
duda costará desarraigar, pues la indolencia de nuestro criollo es pro¬
verbial, no diré incurable, por cuanto las excepciones son muchas, mu¬
chísimas. Pero este es un problema que no interesa tratar aquí, porque
— 51 —
por más relacionrido que este con el tema, excede las dimensiones de
esta disquisición. Para cambiar esta dolorosa realidad de la hora, sólo
el régimen cooperativo de granjas dirigidas, el trabajo técnicamente
responsable con severas multas a los infractores, semillas seleccionadas,
fertilizantes, mecanización, podría resolver el arduo problema en un
plazo más o menos breve. Eliminando de raíz los “pueblos de ratas”,
de que se macula nuestra campaña, sería el primer paso para imponer
un plan agrario promisor.
El cambio operado en el régimen de vida —por otra parte simi¬
lar en la cuenca del Plata y en el vecino Brasil— de las poblaciones
urbanas, ha creado una serie de necesidades que ha transformado
profundamente la habitación y por tanto la arquitectura que debe
adaptarse a cada necesidad.
Se crearon los edificios de varias plantas exclusivamente para
oficinas en que se concentran todas las actividades de la industria y
del comercio en sus aspectos administrativos a la vez que se levan¬
taron los especiales para fábricas y talleres; luego las casas de depar¬
tamentos, habitaciones colectivas dotadas de sectores independientes
que llenan las necesidades por lo general de cada familia, orientación
últimamente acelerada y encauzada en nuevas modalidades por la
propiedad horizontal; los edificios públicos administrativos, especial¬
mente construidos a tales fines con luz, aire, etc.; que antes ocupaban
viejos y amplios —y también destartalados— locales edificados para
la locación familiar, totalmente inadaptados a su nuevo destino; la
dispersión de los domicilios privados con neta orientación a la perife¬
ria de las urbes donde se dispone de más espacio, aire, luz, algún jar¬
dín, tranquilidad, falta de ruidos, independencia. Buena parte de esto
ha sido logrado por la mejora de los servicios de transporte — los tran¬
vías eléctricos, primero, y ahora los ómnibus y trolley-bus. El aumento
increíble de los vehículos motores a consecuencia de la proliferación
de los buenos caminos y mejores pavimentos, son factores que han
creado los barrios residenciales alejando del “centro” que, en un
principio —ya remoto— fueron sólo veraniegos, hoy se han incorpo¬
rado de firme a la vida regular de la urbe, dejando a la “ciudad
vieja” muerta durante la noche, y viva y activa durante el día por
cuanto el domicilio privado se ausentó prácticamente y hoy lo su-
— 52
planta en el 90 % casas comerciales, exclusivamente locales de venta,
escritorios, oficinas públicas y privadas, bancos, etc.
Hasta los teatros, los cines, las casas de comidas, las de bebi¬
das, etc., han emigrado a lo que fuera la antigua “ciudad nueva" de
la plaza Independencia hacia el Este, donde ya hay bastante propie¬
dad horizontal y casas de departamentos; pero la inmensa mavoría
de los que han podido escapar al bullicio de la ciudad se haii enca¬
minado a su periferia, hermosos alrededores, donde con matic/s netos
se alzan distintos sectores: barrios industriales —Cerro, La Teja,
Nuevo París, Unión, Maroñas, Cerrito— los semi-residenciales —Agra¬
ciada, Paso del Molino, ídem de las Duranas, Prado, Sayago— y los
residenciales por antonomasia —Carrasco, Pocitos, y sectores de Bu¬
levar Artigas, Parque Batlle y Ordóñez, Parque Rodó, Punta Carretas,
etc., son en éstos donde proliferan más concentrados la habitación tipo
medio y tipo mayor que reúnen los mayores adelantos constructivos en
el de vivienda individual que es la que realmente nos interesa.
Uno de los peligros más grandes que pueden sufrir nuestras
casas-medias residenciales es el disponer de poco terreno para levan¬
tar el edificio que se procura siempre disponerlo aislado. Se trata el
caso como los cuadros, sean óleos, acuarelas, o simples dibujos: exigen
marcos. Y el marco es el jardín, los verdes aledaños inmediatos que
dan prestancia al volumen edificado, permiten el destaque de sus lí¬
neas, aísla del ruido a sus moradores, de esos molestos de la radio,
elimina el reiterado ladrido del perro, la conversación del vecino
en la vereda, y hasta suelen alejar los olores molestos. El uruguayo
ha heredado del peninsular su amor a la libertad en todo, v al levan¬
tar su casa busca su independencia, pero todo esto suele perjudicarlo
el alto costo de la tierra a lo cual las disposiciones municipales deberían
providenciar el antídoto, que en el caso serían ordenanzas que limita¬
ran la mínima extensión de los solares en razonable límite.
El parcelamiento excesivo causa gravísimo daño a la estética y a
la comodidad personal del integrante del núcleo, la daña, y las ba¬
rriadas y la autoridad debe poner límite y coto al deseo excesivo de
lucro de los propietarios de tierras que en su afán de obtenerlos
mayores parcelan sin ton ni son, poniendo a la venta áreas reducidas.
Si el ejemplo de Mar del Plata en la Argentina, que perdió ca¬
tegoría de manera vertical al parcelar los jardines que rodeaban sus
antiguas residencias, no sirviera de escarmiento, la excesiva subdivi¬
sión de ciertas barriadas montevideanas y de ciertos pueblitcs vera-
— 53 —
niegos existentes a lo largo de nuestras playas, debe poner un agudo
toque de alarma. En todos esos lugares, inevitablemente, fueron levan¬
tadas edificaciones de valor mínimo y, como consecuencia inmediata
¡a pérdida de categoría resultó fulminante. Este es otro matiz del
exceso de parcelación. No es posible ir contra corriente. El uruguayo
gusta de amplitud en torno de su casa y en las zonas balnearia^ y
suburbanas a ello debe irse para no contrarrestar la inclinación natu¬
ral que tanto favorece al individuo como a la colectividad, y que
a todos beneficia en lo estético como en lo no banal.
Felizmente, algo tardía en ciertos casos, la subdivisión inteligente en
localidades surgidas a lo largo de nuestro litoral atlántico, ha evitado
el exceso de fraccionamiento de extensa superficie por la antiesté¬
tica parcelación en damero, otro escollo que en materia urbanística
se debe evitar. Fue ella posible por el mencionado afán de lucro que
confió la tarea de ciertos planeamientos de localidades balnearias a
manos inexpertas, muchas veces, simples agrimensores sin la menor
noticia de las reglas que deben presidir esas planificaciones.
De esto mucho se ha escrito y, personalmente, más de una vez
interpuse mi influencia desde el lugar oficial que detentaba. —Admi¬
nistración de Turismo— señalando a los Municipios costeros la ne¬
cesidad impostergable de legislar con acierto sobre ese particular.
La sanción en los casos que no tuvieron en cuenta esos saludables
principios se tuvo bien pronto, pues el retraimiento de los comprado¬
res de inmediato marginó el error inicial de manera inconfundible, y
puso de manifiesto que estas fallas son de tal manera orgánicas y fun¬
damentales que, al no poder paliarse sus inconvenientes, procura el ine-
\'itable desinterés de los compradores.
En Punta del Este, Carrasco, Punta Ballena, La Paloma y otros
lugares, existen planificaciones magníficas cuyos beneficios no sólo se
extienden a lo dicho sino que afectan el funcionamiento de esos
núcleos de población de manera más profunda, tanto en sus facilida¬
des para el transporte de vehículos como el de peatones, asegurando
a la vez su seguridad dentro de los términos posibles —sino que con¬
centrando los servicios comerciales, etc., de una manera lógica y
razonada. Pero, cuidado con las exageraciones.
También a este respecto mucho se ha hecho para asegurar, en
el presente y con mucha mayor razón en el futuro, las vías de trán-
— 54 —
sito rápidas y las demoradas que aseguran la vida de las familias con
sectores de tránsito más tranquilo. (^)
Respecto al alzado, el cuidado actual realmente es halagador.
Se tienen en cuenta los innúmeros factores encaminados a la obten¬
ción de una cosa hermosa, elegante, de cuidada línea, de equilibra¬
dos volúmenes y de examinado color. Se tiene muy en cuenta entre
otros aspectos fundamentales, la división en el guarnizado de las pa¬
redes exteriores teniendo presente las reglas básicas, por ejemplo que
las divisiones horizontales vuelven bajo el edificio y que toda divisio¬
nal hacia lo alto, acrece visualmente la altura y, sobre todo, al reali¬
zar el proyecto, en cada caso se busca la expresión natural evitando
y huyendo de la artificiosidad. Infelizmente antes estas preocupacio¬
nes para nada incidían en la elaboración de la casa propia y mucho
menos en la simple renta, que no son del caso tratar, pues lo que
procuro analizar es la casa propia en la que el sentimiento del propie¬
tario queda al desnudo. Respecto al logro, apolíneo diríamos, de esta
finalidad, el matiz que antecede no cuenta: es la expresión del pro¬
pietario o del arquitecto cien por cien la que predomina o debe pre¬
dominar.
El rol de éste es tan importante que lo considero —redundancia
quizá sea decirlo— decisivo en la inmensa mayoría de las interpreta¬
ciones. Por su cultura y, especialmente, por su especialización, es el
maestro por antonomasia y debe serlo a todo trance, pero, no todos
están tocados por la mano de Dios, del Dios de la belleza, de la sim¬
plicidad, de la practicidad. Algunos hay que hacen y aconsejan hacer
verdaderos horrores. ¿Cuán difícil es su función y cuántos pocos son
los que saben interpretarla? Por eso es que al escoger al guía, el
realizador fundamental, debe tenerse sumo cuidado en acertar pero,
para un hombre de cultura sedimentada la elección no es difícil en
lo que respecta al aspecto artístico por cuanto las realizaciones ante¬
riores del plasmador a la vista están. Y son la mejor credencial, pero
como ha dicho recientemente un ilustre arquitecto de allende los
mares “en una tierra donde muchos de los que leen no perciben y
los que perciben no leen*'...
(1) Punta Ballena, iirhani/ada por el Arqiiiteelo Bonel, es raso típico.
— 55 —
Otro aspecto cuidado y difícil de la casa uruguaya es el de la
ventilación. Nosotros no estamos ni en tierras frías ni en las calientes
y, de ahí, las dificultades. Tenemos una temperatura general extraor¬
dinariamente favorable, pero también tenemos muchas variantes ines¬
peradas y profundas y, como si esto fuera poco, días muy fríos en el
desapasible invierno y muchos calientes en el rigor de la canícula.
Y hay que precaverse sobre todo esto, pues estas variantes siendo
tan profundas, son tanto más difícil de contemplar, máxime en el día
donde la noción de la vida al aire libre impera soberana.
Los dispositivos de la calefacción central, a base de agua ca¬
liente han tomado amplia carta de ciudadanía, de una manera tan
apreciable que, para las residencias de ciertas categorías, es indispen¬
sable. Pero está el verano, tan ameno, tan acogedor, tan buscado, en
el cual la mansión modesta o suntuosa rinde al máximo sus beneficios
o sus contrariedades. En estos casos, en los estilos modernos, creo ver
el exceso de vidrio, que procuran mucho calor en verano y mucho
frío en invierno. Pero es evidente que, pese a todas las dificultades, la
meta alcanzada es altamente halagadora y, tanto más lo es, cuanto
sus beneficios se evaden de las posibilidades de la construcción de
precio y alcanza a los más modestos planos explotando la distribución
y la expo^iición que, al respecto, son factores decisivos consideradas las
dificultades a vencer en una planificación general.
Desde luego he recorrido muchos ambientes de la vieja Europa
y he podido observar las metas logradas en esos ambientes fáciles
para el logro de los máximos adelantamientos, y considerada la vi¬
vienda nuestra en el plano general, es altamente reconfortante poder
decir que hemos podido alcanzar planos superiores, quizás no logrados
aún por nacionalidades de más potente y vigorosa economía. Por algo
es que somos un país joven atento a todas las sugestiones de mejora¬
miento colectivo, patente en nuestro núcleo social y en nuestra manera
de vivir, sin prejuicios que contemplar, ni antiguallas que predominar.
Lo más notable y reconfortable es la contribución nacional a
estas manifestaciones artísticas. El azulejo criollo que, tímida y
exitosamente, en su expresión artística, iniciara en Maldonado en los
primeros tiempos de la patria don Francisco Aguilar, ha tenido sus
continuadores en sus últimos tiempos y, hoy, los cuadros de composi¬
ción de tema nativista están a la venta con calidades remarcables.
Fue Carlos Castells, el feliz dibujante de temas criollos, prema¬
turamente fallecido, quien, 40 años atrás hizo quemar en Sevilla las
— 56 —
primeras baldosas por él pintadas, que incorporó el tema nativista
a esta manifestación artística. Se trataba de catorce motivos de la
doma del potro que, si bien presentan algunos defectos de dibujo, son
agradables de color y bien documentados. El paisaje nativo lo incor¬
poró de la misma manera, vale decir, con azulejos españoles, César
Gutiérrez, en su estancia de la Meseta de Artigas. Allí colocó dos inten¬
cionados cuadros decorativos reproduciendo el histórico promontorio y
el no menos conocido Salto del río Uruguay, no distante del lugar, in¬
troduciendo así el paisaje nacional al azulejo. Hoy todo se hace en
el país y las escenas campesinas se ven felizmente logradas. Estimo
que su porvenir es promisor por cuanto es un factor de belleza que
avalora con cosas nuestras satisfactoriamente logradas y en franco
tren de perfeccionamiento la casa uruguaya. Es de desear que la orni¬
tología sea tratada cuanto antes ya que la ictiología la he visto tra¬
bajada recientemente por López Lomba de manera feliz, aunque no
coloreada. Nuestros pájaros, con su brillante plumaje, se prestan a
maravilla para paneles decorativos, ya que estimo hay que mati¬
zar las escenas de la vieja Europa con las nuestras, de tanto vigor y
atractivo como aquellas y mucho más cercanas a nuestro íntimo
sentir.
Hay un trabajo muy interesante de Vicente Nadal Mora, —
“El azulejo en el Río de la Plata. Siglo XIX”, publicado por la
Facultad de Arquitectura y Urbanismo de Buenos Aires donde se esti¬
ma en más de 150 los azulejos, en sus variantes, de origen francés,
conocidos por el autorizado autor. Al cabo de lo por él publicado
—desde luego, esmeradamente y a pleno color— y conociendo las
colecciones uruguayas, creo que llegan y pasan los 200 tipos de la
producción francesa de las bocas del río Ródano y del paso de Calais
las que existen aquí. El aporte galo de fines del XIX fue enorme,
como lo fue en el tipo de teja y en las famosas baldosas Sacomán
con las que se cubrieran cientos de miles de azoteas y millones de me¬
tros cuadrados de pisos, hoy realizadas en el país, con la consiguiente
economía y las conveniencias del caso, aunque debo reconocerlo, con
alguna desventaja aún, en esta parte de la evolución de la i)roduc-
ción nacional, por ser el producto francés más liviano y quizá no tan
poroso.
— 57 —
Otras variantes en la decoración de la casa-habitación que nos
ocupa es el matizado de los paramentos con dichos azulejos.
Otrora, en los primeros tiempos en que la arquitectura uruguaya
comenzó a emerger saliendo lentamente, del rancho rústico, luego de
la casa elemental de piedra o de ladrillos, fue la utilización de los
azulejos, que ocuparon primeramente los vanos de las ventanas o los
frisos interiores y hasta exteriores de las residencias de mayores pro¬
porciones arquitectónicas, lo primero que entró en la decoración.
El azulejo francés y el español, y también, en más reducida es¬
cala, el portugués, algo tuvo que ver en estas manifestaciones indica¬
doras de las preocupaciones artísticas de sus dueños; pero, al princi¬
pio, fue todo muy esporádicamente, por cuanto su aplicación exigía
inversiones más o menos altas, no reproductivas ya que los frisos de
las encaladas paredes se tornaban prácticos disimulando las injurias del
salpicado de tierra de las lluvias —en los exteriores— y del lavado
reiterado de los pisos —en los corredores y patios interiores— apli¬
cando un color sufrido, a la cubierta de blanca cal que generalmente
los cubría.
Dije que hubo incipiente ensayo criollo en Maldonado, a prin¬
cipios del XIX, a iniciativa de aquel progresista vecino que fuera
don Francisco Aguilar, acerca de lo cual, a mi pedido, Francisco
Mazzoni redactó un trabajo para la Revista de la Sociedad Amigos de
la Arqueología, tomo I que en 1927 publiqué, (’) al término del to¬
mo II de “Civilización del Uruguay'’, conjuntamente con algunas de
las buenas baldosas que más tarde fabricaran y que imprimí en color.
En la cúpula de nuestra vieja Catedral el revestimiento era de
esas baldosas de cerámica francesa a base de motivos azule> sobre
fondo blanco, que hoy, al reconstruirse totalmente, se han cambiado
por nacionales de idéntica ornamentación y características y de exce¬
lente factura. Debo agregar que es bastante común en el XIX, a sus
fines, esta decoración de las cúpulas de edificios religiosos.
También, en las jambas se excusaba las huellas de roce con
franjas de azulejos de distinta coloración que alcanzaba a los dinteles y
también a las cornisas, encuadraba los \entanales, cubría ciertos mol-
duramientos, pilastras y remates, decorando de azul sobre fondo
blanco, o salmón, rosa y amarillo —ocres variados— los exteriores
(1 ) “La industria dr la cprámica en Maldonado”.
poniendo nítida notas de tono uniforme en las pinturas —verdes,
brun Van Dick, por lo general— de las puertas y las ventanas.
Erróneamente se cree que el azulejo tuvo un franco predicamento
durante el período colonial, siendo su aplicación rarísima; y este error
predomina en el vulgo a tal punto que se califica como “coloniales"
el azulejo francés que recién entró al país hace cien años, a mediados
del XIX, teniendo una enorme difusión en los frisos, en los incipientes
cuartos de baño, un predominio casi total en el recubrimiento de las
paredes de las cocinas, y en los breves recintos de los servicios higiéni¬
cos, en el decorado de los brocales de los aljibes y hasta llegó a cubrir
por completo los exteriores de algunas fachadas de casas urbanas,
como ya lo dije en mi “Civilización del Uruguay'’, tomo I, publicando
un documento gráfico probatorio en el tomo II.
Las cerámicas que tan triunfalmente irrumpieron en nuestro
medio, producen, casi totalmente de los establecimientos productores
sitos en las Bocas del Ródano o en la región del Paso de Calais como
dije y lo atestiguan sus marcas. Hechas a base de blanco, predominando
casi totalmente el dibujo azul, y algo el marrón, solo o con aquel
combinado, y excepcionalmente, aparecen en la decoración otros co¬
lores y es indudable que ponían una nota amable en los sitios refe¬
ridos como también en los antepechos de las ventanas, frente de es¬
calones y en las mentadas cúpulas de iglesias. Todos ellos con figuras
geométricas, de zig-zag, entrelazadas, articuladas, cuadradas, que
ahora, salvados escasas unidades de las demoliciones, decoran los pa¬
ramentos de numerosas residencias, poniendo una nota brillante y
colorística sobre los vastos enjabelgados, aplicando manchas de poli-
crc ma luminosidad sobre los álbeos conjuntos rematados por el rojo,
soberano dominador de los tejados, o recubriendo brocales y pilastras
e\'ccadores del tiempo ido.
Pero hoy el azulejo español esmalta porciones apreciables de las
residencias, procediendo de las más diversas localidades pero predo¬
minando Sevilla, y de éstos Triana. También los de Castilla, los de
Talavera de la Reina, hermosísimos, como los de Italia, los de Portugal,
los de Alemania y de Inglaterra, aunque éstos en menores aportes.
Pero en todo este material decorativo no campean dominadores
como otrora en el azulejo francés, las decoraciones geométricas. El
elemento vegetal, los heráldicos, la figura humana, los cuadros de com¬
posición formados por innúmeras baldosas, los elementos astronómicos,
— 59 —
la ictiología, etc., todo concurre a su variación y a su mayor hermo¬
sura.
Uno de los detalles iniciales en el planeamiento de casa-habita¬
ción dotada de jardín o levantada en los suburbios, contándose con
espacio, en que se demuestra el afinamiento del gusto colectivo, es
que se ha abandonado la preocupación de otrora de nivelar el te¬
rreno, modificando la topografía. Esta ahora se respeta en sus movi-
iuientos que le restan la monotonía propia de los espacios muy planos
y, hasta se insinúan ondulaciones artificiales por lo regular a base
de la tierra sacada de los cimientos y demás excavaciones propias de
toda construcción, lo que presta vida y variación una vez oculta por
tepes de gramilla, que luego se cuida, manteniendo cortada a ras de
la tierra la vegetación.
Así ha entrado una de las características del jardín inglés a base
de céspedes bien cuidados, bien regados, completados con los sende¬
ros más o menos sinuosos de losas de piedra que han eliminado los
antiestéticos carriles térreos de los lugares frecuentados por vehículos
—camino de garaje,— y el no menos feo sendero de los peatones.
Las losas espaciadas colocadas con cierta displicencia, a más de evitar
los trillos de los peatones producido por el reiterado tránsito, da una
agradable nota de color y evita las antiestéticas sendas enlosadas
regularmente, simétricas, —casi siempre en recta— y los sucedáneos
más económicos cubiertos de gravilla, menos feos pero igualmente
indeseables que estuvieron en boga en los viejos jardines. También
puede ser, indirectamente, una vocación, alterada, de la “pelouses'"
francesas.
Al respecto, aún en campaña se mantiene otra característica: la
pésima costumbre del barrido de “los patios" de simple tierra, sin
gramilla, por lo general, para peor. Esta costumbre debe comba¬
tirse y eliminarse de raíz no sólo porque no es hermosa, sino por¬
que en verano, o en las épocas de seca, es un constante factor de
producción de polvo levantado por el viento y trasladado por las co¬
rrientes aéreas al interior de las habitaciones, cubriendo muebles y
produciendo otros inconvenientes. A más, los días de lluvia y los sub¬
siguientes, se tornan los patios en un barrial con todos los inconve¬
nientes propios de tales lodazales y, a la postre, la erosión forma
zanjas y el mantenimiento de la superficie más o menos lisa resulta
— 60 —
onerosa en extremo. Pero a :su profundo arraigo en chacras y en
estancias, ya se apunta la reacción operada en las construcciones de
las mayorías de los jardines que se mantienen en los aledaños de las
ciudades y se desplaza lentamente esta característica del “patio rural”
uruguayo. En el pasado, era clásico, y a puntillo de honor el estar
bien barrido.
Los jardines de hoy van ganando en belleza con otros mil detalles
y, entre ellos es de destacar la eliminación de los canteros limitados
por muretes de ladrillos conteniendo la tierra, siempre a mayor nivel
que los senderos, muchas veces recubiertos por dibujos obtenidos a
base de la inscrustación de conchillas en la capa de mezcla que recubre
los ladrillos, de piedras de color, de cantos rodados, de residuas de
mármol, cuando no el múrete de contención se formaba a base de
fondos de botellas colocadas verticalmente, de vidrio o de barro, que
suplantaron a las viejas borduras de boj que, venido de España, fue
el primer borde.
Felizmente hoy los canteros emergen del tapiz verde con o sin
muros fijos con borduras vegetales, que lo suplantaron, por lo regular en
planos levemente más altos que el de los caminos y contornos, agru¬
pando macizos florales en los que campea el buen gusto y la buena
disposición de los colores. También, afortunadamente, los árboles se
disponen en bosquetes imitando la dispersión natural de la natura¬
leza, ocultando edificios y paredes sin belleza, muros lisos, combinan¬
do altitudes y manchas de color o de volumen en que la infinita va¬
riedad de la gama verde de los follajes, se matiza con especies que
dan flores y con palmas que emergen entre los conglomerados de
coniferos y de variedades forestales de hojas perennes o caducas,
obteniéndose aspectos artísticos con sus formas y la policromía de
sus colores.
En estos espacios verdes, por reducidos que sean, se ve a las
claras las tendencias estéticas de los dueños extendiéndose a estas ma¬
nifestaciones, tan personales, la aplicación de la vieja conseja por la
que se juzgaba al individuo por las características dominantes de su
indumento. Ahora, la formación y el decorado del jardín informa al
visitante de los kilates que calza el dueño en cierta materia.
Una de las mayores preocupaciones de quienes construyen “su
casa” no sólo en la ciudad, sino muy especialmente en las de
“fin de semana”, las de los balnearios, y las de las estancias, es la
chimenea, ya que adopto (orno más típica la denominació/r de estufa.
— 61 —
como ya lo he hecho presente en otro capítulo mío. Su importancia es
muy considerada y sobran razones para ello, no sólo estéticas sino las
más importantes de hacer grata la temperatura del interior durante
nuestros cortos pero irascibles inviernos.
En éstos y en los días desapacibles de todas las estaciones, en
su torno se congrega y se desenvuelve el buen existir de toda la fami¬
lia y, en verano siempre resulta uno de los detalles más ornamentales
del estar, del comedor o del recinto agraciado con su presencia. No
es por tanto de dudar la detención con que se le examina antes de
determinarse a dar el visto bueno para llevarla a la práctica, ya que
también ella representa casi siempre algo muy personal del cliente o
del arquitecto, desde que el que sabe ver en ella, aprecia más de una
de las modalidades de quienes intervinieron en su concepción.
Y también, aunque en grado menor, la chimenea al exterior, y su
veleta, obra arquitectónica por antonomasia, en parte mínima define las
calidades del arquitecto, siendo por demás archisabido que una her¬
mosa concepción de línea y de volumen del edificio relacionado con
su tubo o, vice-versa, puede echar a perder una de esas chimeneas
cuando no todo el conjunto. De ahí el cuidado con que se le examina.
El gusto actual desestimó hace mucho tiempo las antiguas concep¬
ciones de las que se usaron con frenesí en las ciudades en el período
llamado Romántico, a base de mármol de Carrara casi siempre sin
excluir otros mármoles blancos o de color de otras procedencias como
tampoco las de alabastro o de historiada madera de roble o nogal.
Las de madera con o sin campana —las de mármol urbanas y rurales
nunca las tuvieron— también han sido desechadas y hoy acaparan
toda las simpatías las de tipo rústico, casi siempre de piedra, otras
veces mezcladas en volúmenes bien distribuidos con los ladrillos sin
revocar, y, otras con viga de madera rudimentarias pero voluminosas
que sostienen las cajas de las campanas muchas veces en acertadí¬
simas disposiciones.
El hogar, siempre amplio, dando preferencia a la utilización de
los grandes leños, índice de un mayor confort para los más, pero de¬
talle que deja de serlo si se examina bien los costos de la manutención
del fuego puesto que los gruesos troncos resultan a la postre más du¬
raderos y rendidores que el uso de astillas más o menos gruesas ya que
su trozado demanda jornales demorados y aquéllos no, y a éstas, por
su inconsistencia, el fuego las liquida rápidamente.
La variedad de formas a este respecto es inmensa y a los arqui-
— 62 —
tectos se les asedia con cuanta revista cae a las manos donde figu¬
ran los ejemplares más distintos de todos los países, especialmente los
nórdicos, donde el rigor de la temperatura hace indispensable ese
detalle que deja de serlo porque torna amable y confortable el hogar.
Esta es otra característica nacional: la adversión al tipo standart.
En Europa, en Inglaterra por ejemplo, se busca el tipo repetido no
sólo por ser el de menor costo. Con la inusitada aplicación de las
estufas a todos los ambientes, han desaparecido hace mucho algunas
preocupaciones que la gente de antaño solía tener para ellas, errónea¬
mente desde luego, al suponerlas que podrían perjudicar la salud por
inesperados enfriamientos, pues dando más calor que los braseros, las
suponían perjudiciales, y su triunfo ha sido tan completo, que aún en
las viviendas en que se dispone de calefacción central, la estufa
existe y debe existir, por cuanto la atracción que ejerce en la psiquis
del ser humano, en las largas tardes de invierno —y en todas las
horas —la contemplación de su hogar donde los leños van siendo
lentamente consumidos, es tan grande y depara un tan inmenso pla¬
cer, que su construcción se justifica por este solo título, ya que es
sedante para el espíritu, sobre todo los de kilates artísticos y extraor¬
dinariamente apaciguador de los nervios tan necesitados siempre de
reposo en el torbellino de la manera agitada de vivir que nos deparan
los tiempos modernos.
A estos respectos el cambio ha sido tan brusco, el cuerpo añora
la vida patriarcal de antes de una manera tan evidente, que precisa¬
mente la casa de ahora, nuestra casa de hoy, debe ser a estos fines reali¬
zada a manera de una especie de sanatorio donde el sistema nervioso
se aquiete y recupere energías. Y de ahí que al concebirla intervenga
también no sólo el artista sino que en grado igual el psicólogo, junto al
higienista y a los demás especialistas cuya contribución es reclamada
y buscada para la realización de algo hermoso y práctico, placer del
cuerpo y del espíritu, aspiración no fácil de lograr.
— 63 —
CAPITULO III
El amoblado. — Sus estdos. — Lo visto en otros medios, en museos
y colecciones. — Atisbos y consideraciones sobre el arreglo y la
decoración de interiores uruguayos.
Trazar una perspectiva de la evolución habida en el mobilia¬
rio del viejo mundo desde que, como lo expresara precedentemente,
el alhajamiento de la casa uruguaya dependió del usado por los
distintos pueblos origen de la nacionalidad; y siendo éstos comple¬
tamente europeos, como es notorio, las influencias de otros medios
allende los mares, apenas si se hicieron sentir en detalles venidos
precisamente, cosa curiosa, por intermedio del mismo origen occiden¬
tal. Estas leves excepciones se refieren a la influencia china llegada
a través de ciertos estilos ingleses y también, en no menor grado,
en el mueble portugués aportado por el contrabando, al principio,
que se hacía por la Colonia del Sacramento y aledaños y, luego
sin cortapisas aduaneras, libremente, sin reparos, por la decena de
años que la antigua Banda Oriental fue, casi por mitades en el tiempo,
portuguesa y brasileña, políticamente.
Esta influencia asiática se circunscribió al tipo de pata que los
franceses llamaron “cabriolé” —“pata de cabra”— indistintamente
utilizada en sillas, sillones, y mesas de arrimo y aún centrales, estas pese
a su extrema rareza por ese entonces.
Pero el mueble inglés, que entró desde principios del XIX,
continuó importándose durante todo ese siglo en similar grado de
intensidad, como hasta el presente, y las copias hechas en lo que va
corrido del siglo XX son importantes, siempre realizadas en nobles
materiales, maderas de primera, caoba, ya que el jacarandá hace años
agotado, es imposible de obtener, negro o habano. El guindo con
preferencia suele ser buscado en ese mobiliario. La razón de esa per-
sistencia y de su auge se explica por su color y grano elegante y unido,
por su practicidad y también por la importancia de la colonia inglesa
que, si bien no numerosa, casi siempre ha sido de relieve en estas
y otras modalidades, por su holgada posición económica: comercian¬
tes, estancieros, hombres de negocios, altos empleados de los ferroca¬
rriles, aguas corrientes, gas, tranvías, sin contar con el factor de los
diplomáticos que tanto en esta nacionalidad, como en la francesa,
italiana y aún norteamericana, en la materia siempre cuenta. Es de
recordar la importación libre del pago de derecho del mobiliario y
demás de su uso personal de que gozan y que, al término de sus
misiones no se lo llevan, pues los liquidan en públicas almonedas, a
precios siempre remuneradores ya que la no oblación del derecho adua¬
nero tiene efectos ad posteriore.
Entrando en materia cabe recordar que la modestia del moblaje
europeo persistió, con las variantes fácilmente comprensibles, sin ma¬
yores adelantamientos hasta el siglo XV, pero desde sus postrimerías
el progreso fue vertiginoso. Es que advenía el Renacimiento en que
la renovación de los valores estéticos fue total y tan grande, que hasta
la fecha no ha sido igualada por lo menos en el ritmo ascendente tenido,
aunque el mejoramiento ha sido continuo en los aspectos de facilitar
la mayor comodidad, y a su higiene y belleza, pero lo cierto es que
las aristas artísticas no han sido superadas por lo menos en ciertos
aspectos. Se han empleado nuevos materiales, se han utilizado las lí¬
neas, se han adaptado a los nuevos métodos de vida las viejas uni¬
dades, o apareciendo otras nuevas, pero la ebanistería, el arte de los
ebanistas y de orfebres, el perfecto trabajo de los metales, etc., gene¬
ralizando, es meta que se añora y se busca igualar, en la mayoría de
los casos, infructuosamente, con las líneas simplificadas y la extrema
sencillez de la ornamentación.
Por la centuria XVI llegó a un nivel de suntuosidad tal, que cier¬
tos gobiernos hubieron de dictar reglamentaciones que contraria¬
ran los inmensos dispendios que se sucedían de una manera loca,
rivalizando los potentados occidentales en inversiones que hoy
parecen fabulosas, tanto en el moblaje como en el atuendo de hom¬
bres y mujeres, así como en las telas que se empleaban en la confección
de los vestidos como en la decoración.
Hubo una dama inglesa, la duquesa de Salibury, que invirtió
catorce mil libras esterlinas en la confección de la cama matrimonial
de una de sus hijas, siendo de advertir que los inmensos palacios que
— 65 —
produjo el Renacimiento con sus enormes proporciones dedicaban de
preferencia casi al dormitorio los locales más espaciosos semejantes en
proporciones y riqueza de decoración, a los más decorados salones de
fiestas. En Francia, por ejemplo (pero no en España) el rey se vestía
y desvestía en público, rodeado de lo más empingorotado de su corte.
La pintura contemporánea a esa manera de vivir ha legado al pre¬
sente las escenas consiguientes, completadas por las viejas crónicas,
donde se relatan las ceremonias desarrolladas de acuerdo al protocolo
imperante, para nuestros días, inverosímil.
Las camas de pabellón, también llamada “cerradas” desaparecen
poco a poco, pero quedan en muchos estilos, las columnas como ele¬
mento de decoración. Antes de eliminarse el dosel, los varales y los
pesados cortinajes, éstos, como ya dije, se tornaron más livianos lle¬
gando a ser transparentes, de tul, de encajes, de muselina, y con esas
características es que llegaron a nuestras playas.
También su recio esqueleto de los años pasados, de madera rica¬
mente trabajada, tuvo sus variantes y se empleó el hierro y el bronce.
Con esta modalidad, este fue uno de los tipos de cama, de una, —ra-
rísimamente de dos plazas,— que más se usaron en la última mitad
del XIX en el país.
Las de hierro eran delgadas y huecas, para hacerlas más livianas,
con un cielo que mediante una simple combinación de caños, termi¬
naba en cúpula cóncava rematada por un aro y también per una
corona. Había pues ahí un tiraje de aire que, en el verano actuaba
entre las cortinas entreabiertas y el aro superior, y que era práctica,
lo sé por experiencia, pues solía dormir en ellas en casa “de mis
abuelos. Las había también de bronce, con las mismas características
constructivas y de ornamentación de las de hierro que, dicho sea de
paso, eran de menor costo. La muselina también solía entrar en la
decoración, y puede decirse con verdad, que el gusto femenino sabía
formar unos conjuntos encantadores, con los encajes y con los colo¬
res que la tornaban muy hermosa.
Pero tenían dos serios inconvenientes. El menor, la tierra que
juntaba ese gran volumen de telas livianas o no, por lo cual, se
utilizaban, casi siempre, telas lavables. El mayor, tremendo, era el
peligro de incendio, porque todavía no había advenido la luz eléctrica,
ni tan siquiera el gas —que también presentaba sus riesgos— y que
al final llegó. Se vivía en plena época de la vela o de la lámpara
de aceite o de kerosene y la costumbre de leer por la noche data
— 66 —
de mucho atrás, aunque, desde luego, se realizaba en escala inferior
no sólo por la menor intensidad lumínica sino por el peligro del
fuego, y la consiguiente falta de costumbre. Creo indudable que la
de leer por las noches, ya acostado, se produjo por el aumento lumí¬
nico que procuró la luz eléctrica.
Pero antes de desaparecer las camas de pabellón ya dije que en
algunos estilos quedaron las columnas, prestándose admirablemente
para trabajos de ebanistería que les daba un realce y una prestancia
especial, al actuar a manera de historiados blandones, desde luego,
cuando el artista acertaba, pues, de lo contrario, evocaba la macabra
escena lumínica de la noche final. . .
En otros desaparecieron las columnas y los varales, pero quedó
el dosel y los cortinados de la cabecera, ampulosos y ricos unas veces
y otras más sencillos, que sólo tenían un rol decorativo por demás
discutible, pero siempre receptáculos de polvo. Esta modalidad tam¬
bién tuvo una gran difusión en el país durante todo el período final
del XIX y eran obligadas, imprescindibles, tanto en los estilos Renaci¬
miento como en los demás franceses, italianos, etc. Por ese entonces la
cama libre de esos chirimbolos no se concebía ni siquiera en las
de una sola plaza, donde poco a poco fue este tipo la vía eliminato¬
ria, pero en los lechos matrimoniales durante largos años fue de rigor.
Los respaldos de camas, de tela tratados en almohadillado, vale
decir “capitonée” se usaron poco. Eran franceses pero hubo hasta
artísticos “boudoir” como el que publico.
En nuestro medio la cabecera de la cama siempre se adosó a la
pared, salvo algunos tipos galos, de gran lujo Luis XV, XVI y casi
todas las Imperio que se colocaron lateralmente adosadas a lo largo
de los muros, de la que pendían el dosel descendiendo pausadamente,
a los lados, recogidas al extremo, los cortinados de manera más am¬
plia por la mayor longitud de los largueros. He indicado excepciones
entre las que figura la de dos plazas, existente en el Museo Histórico
Municipal, que publico, sin dosel por no haber obtenido el original —si
lo tuvo—. Se colocaban en el centro de la pieza, sobre una tarima de un
solo escalón, y presentan la particularidad de los dos respaldos de igual
altura y esculturados por ambos lados, natural disposición ya que
ambos eran frentes.
El dormitorio, evolucionando, sin perder sus características, fue
disminuyendo el volumen, ocupó departamento más reducido, se
tornó más íntimo, alejó toda espectacularidad y, como consecuencia
— 67 —
inmediata de esto, su suntuosidad disminuyó y los cortinados elimi¬
nados fueron de brocados de uno o de dos pelos, de terciopelos y tam¬
bién de telas de lino o de encajes, siendo, como es fácilmente de supo¬
ner dada la ingerencia femenina en su decoración, sumamente elegante,
coqueta y acogedora. Aquel rincón también, no hay que olvidarlo, era
la posada del amor, supremo desiderátum de la vida.
Se considera como creación del mobiliario inglés otro tipo bien
distinto, “la cama de día”. Por su utilidad, fácilmente se propagó
por todos los países y, en el nuestro, estuvo en boga desde media¬
dos de la pasada centuria y aún en nuestros días perduran en algunos
ambientes sibaritas o conservadores. Pero el nombre francés predomi¬
nó por lo menos aquí: se trata de los conocidos “chaise longue” que
tomaron las líneas de los estilos galos generalmente, sin descuidar
los de su país de origen y algunas otras modalidades no tan prepon¬
derantes en esos modelos de antaño.
Este tipo de cama, lugar de reposo para el día, pasó el canal
de la Mancha y se extentió prácticamente por medio mundo, en
especial en Francia donde al generalizarse, recibió el bautizo más
atrás citado, y también en el Río de la Plata a fines del XIX.
Y ya que he citado a Francia, debo mencionar la gran influen¬
cia que en el desarrollo de su mobiliario, así como en su expansión
al exterior, tuvo la creación del gran Colbert, el poderoso ministro
de Luis XIV al crear la “Manufacture royale des Muebles de la Cou-
ronne” que en su función de casi dos siglos, procuró adelantos posi¬
tivos a favor del grado muy subido de aptitud, para la creación pro¬
pia del espíritu francés, así como, de su buen gusto indiscutible. Un
organismo rector de estas actividades de tanta resonancia universal
artística y económica no podía dar más que beneficios como los daba
su similar la Manufactuie Real de Sevres, en faiences y porcelanas
como las daba igualmente en Madrid la Real Fábrica del Buen
Retiro destruida ignominiosamente durante la invasión francesa a la
península por la pérdida del secreto de las pastas, nunca más lo¬
grado pese a los esfuerzos realizados para la obtención de porcelanas
y biscuit que se han venido haciendo casi hasta el día. Hoy, otra simi¬
lar madrileña de otra industria de selección que he visitado, anotan \o
magnífica realizaciones continuadoras de una producción centena¬
ria plena de éxitos, es la Real Fábrica de Tapices, en donde uno
duda si dar la prelación a los tapices o a las alfombras, siendo muchos
los aciertos habidos tanto en estos como en aquellos.
— 68 —
Posteriormente, en plena mitad del XX, han aparecido en el
país otras “camas de día" apropiadas para el camping y en especial
manera difundísimas en nuestras playas. De indudable influencia
norteamericana unas, europeas otras, ejecutadas en los más di\ersos
y flexibles materiales todas —tejidos, colchonetas extra livianas, de
goma otras, que en segundos se inflan a voluntad del utilitario-— son
lechos de reposo que se utilizan como suele hacer el gaucho con su
recado y el hombre de la ciudad con su manta: se extienden en el
suelo, en el lugar y posición más apetecida, brindando una comodidad
difícilmente superable con el empleo de medios mínimos. Es una
variante de esas “perezosas”, como se suele llamarse aquí, constituidas
a base de un doble juego de marcos de madera, fuerte y liviana,
que con el aditamento de dos metros de lona, procura una posición
de descanso ampliamente satisfactoria y que integra, como luego se
verá, uno de los elementos del mobiliario occidental que se utiliza
en las excursiones campestres o en los jardines, de gran desarrollo por
la utilidad que reporta, y el bajo costo de su adquisición y facilidad
de su transporte y almacenamiento.
En los museos europeos pueden verse actualmente ejemplares de
camas que, a la vez que son obras monumentales, de verdadera ar¬
quitectura, suelen ser maravillas de ebanistería, plenas de colgaduras
de los más ricos tejidos —incluso de plata y oro— conjuntos en que
la vista del visitante se detiene estupefacta algunas veces ante la ri¬
queza y las combinaciones felices. Pueden verse en los museo? espe¬
cializados y en las colecciones particulares libradas, con mayores o
menores restricciones, a la vista pública, así como en los antiguos
palacios reales. Constituyen visitas en extremo educativas y refinan
el gusto en quienes se esfuerzan por aprender y sienten lo hermoso.
Inglaterra, que siempre se ha destacado por su firme sentido de
conservación del pasado en todo, presenta en sus viejos castigos feu¬
dales, y también en los más modernos, y en sitios reales como Hampton
Court, Windsor, etc., ejemplares notables. Las he visto, empenecha-
das y magníficas en el primer lugar, como en el museo Victoria y
Alberto; notables son los ejemplares principalmente de camas de pa¬
bellón. En Francia los hay también junto a otros estilos —Lu’s XIV,
Luis XV, Luis XVI, Imperio, etc.,— y también en España en los
sitios reales, como ejemplares de las dos últimas centurias fuertemente
influenciadas por los estilos franceses —en Aranjuez hay un lecho
notable— pues en los anteriores — Carlos V, Felipe II, etc., el fortí-
— 69 —
simo ascetismo de una raza que guardaba toda la expresión de la ri¬
queza y del arte para el adorno de las iglesias, nos presenta ejemplares
sencillísimos del amoblado usado en la vida privada, que dice elo¬
cuentemente de las preocupaciones dominantes en esos medios de
vida espartana, donde la suntuosidad se reserva al adorno de las
armas y a las mencionadas expresiones de religiosidad.
Durante el avasallante imperio del Renacimiento, España no
escapó a la oleada de suntuosidad que se esparció por toda la Europa
civilizada, pero el extremo lujo desbordó los renglones de armas y
de los retablos y, si bien no se extendió mayormente al mueble, al¬
canzó a los tejidos. Llenas están las páginas de los libros especiali¬
zados, de los inventarios y del comentario de las canastillas de bodas,
comenzando, cronológicamente, con la de doña Elvira Herrera al
casarse con don Pedro Fernández de Córdoba —1443 citando unas
de las buenas, al azar,— (los progenitores del gran Capitán) y
siguiendo por el de los bienes dejados por el Marqués de Priego en
1528. El costo del ajuar montó a más de medio millón de maravedíes
y una de las camas del marqués “la de los penachos” fue avaluada
en 254.608 maravedíes, y Lafora —de quien tomo estos datos— acla¬
ra, textualmente: “Los 254.608 y medio maravedíes equivalen a
1.877.12 pesetas valor de aquel tiempo”. Y añade: “para compren¬
der el valor actual (habla en 1950), sirva de punto de comparación
que en la misma casa se valora una muía en 12.000 maravedíes, es
decir, en el valor de entonces, 88.23 pesetas. Como esa misma muía
tendría ahora un valor de 8.000 pesetas, la cama representa una esti¬
mación de 169.739”. Y sigue: “El menaje de la casa del marqués se
tasó en 7.893.620 maravedíes, incluido el valor de los esclavos y
las esclavas, blancos y negros, que se estimó en 294.250 maravedíes.
Cada una de estas almas se estimó en 12.000 maravedíes”. . .
Los comentarios huelgan. Y para meditar sobre las “cosas de
aquellas duras épocas retornando a 1411, al testamento de una pa-
rienta precisamente de la ya aludida madre del Gran Capitán, la
citada doña Mencia de Mendoza, al morir disponía en su testamento
que a su hija María la pusieran monja en Santa Clara de Toledo,
al cumplir los diez años, por haber prometido a Dios cuando se la
pedí. “Cosas veredes”. . .
Volviendo al tema diré que esas camas de pabellón, cuya mo-
numentalidad he puesto de manifiesto al tenor del gusto de la época,
estaban vestidas con espesos cortinados, con techo de terciopelo, de
— 70 —
raso, etc., conocidos por “cielos” y la riqueza de esos cortinados —mu¬
chos de tela de oro y plata— colgados, a veces, de varales de este
último metal, corría pareja, con los cobertores, sábanas, toallas. Telas
costosísimas, hechas a mano desde luego, rematadas por blondas
y encajes de sutilísima labor.
Estas camas monumentales iban colocadas, generalmente, so¬
bre tarimas y ocupaban sitios a voluntad del propietario en el vasto
aposento tapizado de brocados o con los paramentos ocultos por
magníficas tapicerías. Fueron esos años los del apogeo.
Líneas atrás expresé que el Renacimiento significó el auge del
mobiliario alcanzado en forma insospechable en los siglos anteriores.
Y paralelamente a la monumentalización de la casa, ingresó a este
departamento varios muebles, entre ellos el “bufete”, o “confidente”,
de dos o más cuerpos con cajonería en la parte superior y cerrado
por un par de hojas dobles, en la inferior. Allí guardábase lo íntimo
—de ahí quizá la explicación etimológica de “confidente”, — y en
realidad venía bien en los amplios dormitorios de los castillos de
aquella época de renovación material y espiritual, cercano al amplio
lecho, donde cerradas las cortinas, el cuerpo se recoge y donde el
espíritu se aísla del aire y de la luz, del “mundanal ruido”, piara
soñar o para dormir. Fue también indudablemente el antecesor de la
“caja fuerte”.
En la península ibérica, en España especialmente, había hecho
su aparición una sustitución de este mueble pues el bufete fue más
bien italiano, alemán, francés o inglés. Me refiero al bargueño que
era un confidente alzado sobre torneadas patas dotado de una incon¬
table serie de cajoncitos en la parte superior, formado por un solo
cuerpo que se cerraba, generalmente, por un tablero que se abría
hacia abajo pues las bisagras lo unían por la parte inferior y se clausu¬
raba por la parte superior por sencillos herrajes. A este tablero o puerta
de caer le aplicaban una serie de hierros a veces muy trabajados,
que solían representar uno de les mayores atractivos.
Estos barqueños,. “confidentis” en Portugal, en sus formas modestas
también llegaron al Plata, pero en muy escaso número, dieron mo¬
tivo para exponer sus habilidades a la artesanía foránea, tanto en los
trabajos de taracea —con maderas de distintos colores, con el hueso, el
marfil, la plata, el carey, etc., — como en los forjados de hierro mos-
71 _
trando algunas piezas acabado tal que las dejaban convertidas en verda¬
deros primores. Con posterioridad al período colonial se han importado,
auténticos los menos, copias o variantes de originales los más, verda¬
deras maravillas algunos, que contribuyen a la formación del buen
gusto. Siempre lo he tenido por un mueble un poco inútil a no ser
por la contribución que hace a la buena decoración que sí reconozco
presenta altos valores, por la destreza de la artesanía y feliz acierto
del diseñador, pues en un ambiente apropiado, hispánico, juega a ma¬
ravilla con los sillones fraileros, y las mesas españolas recias v forni¬
das las más, con sus tensores y adornos de hierro de forja en la parte
inferior las más livianas. Los hay portugueses también muy hermosos
como es posible verlos en los repositorios de Lisboa y en algunos sitios
reales que pertenecieron a la dinastía de los Braganza.
El arca, el arcón, subsistió pero más amplio y ornamentado,
invariablemente en madera, no aquellos forrados de terciopelo
tachonado de clavería de bronce y los más primitivos de cuero crudo
trabajado en las buriladas maravillas de la refinada Córdoba de Espa¬
ña, de las que advinieron algunos ejemplares a nuestro suelo. Evidente¬
mente era poco práctico pese a lo cual tardó en ser suplantado por la fe¬
liz creación de las cómodas, que si queda justificado su nombre —de
incontrovertible origen francés— pues no obligaba a las forzadas po¬
siciones imprescindibles para sacar la ropa. Es mueble que hizo las
delicias de nuestras abuelas americanas y sigue siendo de gran utilidad
como práctico y también de grata presencia ornamental a las gene¬
raciones de hoy que lo utilizan a porfía en todas sus muchas moda¬
lidades, que responde a sus diversos estilos.
El taburete de uno o dos escalones para subir a la alta cama
de pabellón, subsistió pues su vieja alcurnia le venía de lejos
—de Grecia y hasta los hay egipcios de cuatro peldaños— y su uso,
como consecuencia de aquella acendrada costumbre, le aseguró por
largo tiempo el supervivir. Pero, las camas bajas lo desterraron y,
achicándose, reduciéndose a un solo plano, se convirtió en el csmodo
escabel en que las damas apoyaban los pies, con una elegante displicen¬
cia, en aquellas tertulias que comenzadas en siglos pasados al co¬
mienzo de la era de la amable sociabilidad, perdura en las actuales
pero ya sin los escabeles de antaño que desaparecieron al fmal del
siglo XIX. Eran de formas varias: cuadrilongos, cuadrados, rendon-
-72 —
dos, hasta triangulares, tapizados de telas y también de “peti^ poit*’
y otros tipos de tapices hechos a mano.
En el viaje que hice a Europa, hace algunos años, la Intenden¬
cia Municipal me encomendó una misión de estudio en los distintos
repositorios museísticos en los cuales pudiera captar detalles de insta¬
laciones, antecedentes sobre el pasado montevideano, examen del
material acopiado en los mismos y posibles vinculaciones con lo nues¬
tro en sus más variados aspectos desde el amoblado a la decoración y,
tratando de vulgarizar las impresiones recogidas, es que vengo expo¬
niéndolas cada vez que corresponde como se ha visto, y se continuará
observando cuando venga al caso.
Considero útil para las personas inclinadas a estos estudios, v a las
muchas preocupadas por el buen alhajamiento de sus casas, las su¬
marias impresiones de esas exposiciones toda vez que pueden poner al
alcance de los que no han podido visitar los museos europeos, el cono¬
cimiento de lo que allí se guarda que pueda tener relación con lo
nuestro, así como, las citas bibliográficas donde puedan ocurrir para
la ampliación del panorama. Serán impresiones sintéticas de Ingla¬
terra, Francia, Italia, España y Portugal, donde el alto índice cultural
de esos medios ha venido guardando de muchos años atrás, una
parte considerable de un inmenso acervo, verdaderos tesoros, que
comprenden todas las manifestaciones de sus civilizaciones, buena
parte del cual es el nuestro, desde luego modesto, se ha perdido por
despreocupación verdaderamente censurable.
En algunos, el volumen de lo almacenado es tan inmenso, que
se necesitarían meses para una razonada visita, especialmente el Mu¬
seo Victoria y Alberto, Museo Británico y la Galería Nacional de
Londres, el Louvre de París, el del Vaticano y muchos o^ros en
Roma, tanto en diversas ciudades de Italia como en los que hay
en Madrid. Otros, más seriado el material que guardan, es posible
recoger impresiones más concretas en breves visitas toda vez si se
hacen metódicamente, no sólo por e^as características de buena or¬
denación del material sino porque ayudan las guías ilustradas, facili¬
tando su conocimiento, como diversas madrileñas y portuguesas y en
Inglaterra, especialmente, dende verdaderos volúmenes de compulsa úti¬
lísima son sus católogos. En Italia, es más difícil la selección porque es
— 73 —
tal la cantidad de material disperso de modo por demás heterogéneo
en los más distintos medios, desde las galerías oficiales a las coleccio¬
nes particulares, que no es posible considerar con cierta concisión
el inmenso caudal acumulado a menos de disponer de mucho tiempo.
Por otra parte, las impresiones recibidas son tan innumerables que
producen una especie de aturdimiento aun cuando se recurra a vi¬
sitas ordenadas, a medidas compulsas de material bibliográfico, li¬
bros de arte, guías y manuales sobre el tema. Llamo la atención sobre
este riesgo a posibles noveles visitantes.
En muchas partes y, en nuestro medio, timidísimamente, en
el Museo Nacional de Bellas Artes y en la Galería de Arte Muni¬
cipal, hace tiempo vienen formando algunos pequeños conjuntos de
obras clásicas, de escultura sobre todo, cuyo examen, para los intere¬
sados que no pueden viajar, pedagógicamente es vital y sería de
provechosa consulta, más si se extendiera en volumen, sin timidices,
y también hacia otros aspectos de las bellas artes. Por ejemplo, nues¬
tro Municipio con el David de Miguel Angel, el Discóbulo y otras
estatuas y variadas representaciones, vasos, clásicos ejemplares roma¬
nos y griegos, y el ecuestre Colleone, emplazados en los jardines y en
la vía pública, por el solo acto de presencia, estimo que ha prestado
una contribución positiva a la cultura montevideana. De completarse
esa tendencia educacional, ampliando la serie de buenas reproduccio¬
nes y colocándolas en los paseos públicos, desde luego sin excederse, en
límites discretos, sería mucho mayor el fruto a recogerse, en el bien
entendido que se trataría de buenas inversiones del dinero público,
con eficaz impacto en la sensibilidad de las masas.
Y lo mismo puede decirse respecto del amoblado con copias de
piezas representativas que discretamente intercaladas mejorando los
museos de bellas artes, ilustrarían a las masas sobre el alhajamiento ade¬
cuado de la casa orienial —del Uruguay— y sería mayor la conve¬
niencia, si se tratara de ir mostrando la evolución con piezas autén¬
ticas más fáciles de obtener desde luego, de los años más cercanc^^,
sobre todo si se presentaran seriadas, con valor didascálico positivo (^).
Las artes decorativas han alcanzado en todas partes un auge que
ampliamente justifica su divulgación.
Un plan similar de otros alcances esbocé cuando me hice cargo
(1) ('.onseniente con este criterio intercalo en las notas gráficas algunas re¬
producciones típicas de amoblado Tudor, Clarolino, Fernandino, Portugués, etc.
— 74 —
del Museo Histórico Municipal en sus ya lejanos comienzos, cuando
\a había dado el primer paso aquel benemérito compatriota, don
Alberto Gómez Ruano, pero causas ajenas a mi voluntad, me han
impedido desarrollar de manera integral el acariciado propósito de
la primera hora, no obstante lo cual, en este Museo Municipal mon¬
tevideano, como en los que comencé a formar en los Parque de
Santa Teresa y en el de San Miguel, en Rocha, en la casa posta del
Chuy del Tacuarí, en el Cerro Largo, y en el proyectado en el Molino
de agua de Malvín como en los desgraciadamente fracasados en la anti¬
gua capilla de las Huérfanas y en la más vieja casona de Juan de Nar-
bona, en Colonia, he puesto mi por demás modesta contribución de
ciudadano al fomento de ese aspecto de la cultura nacional.
En el curso de esta contribución se verá algo de lo mucho al
respecto cosechado, en estos descuidados aspectos de la enseñanza
pública.
España, Inglaterra, Portugal, Italia, Francia, Norteamérica, y
otros, han sido los países de origen de la casa uruguaya, así que una
incursión compendiada sobre los distintos estilos, propios de esos países,
contribuirá a una mejor comprensión del panorama, puesto que algu¬
nos de aquellos tuvieron clima y ambiente distinto, mezclado, muchas
veces influencia indiscutida de origen foráneo. Y la apreciación del
volumen surgirá por sí sola del cotejo, para todo aquel que dotado de
habilidad para el saber, sepa ver y observar.
En España pueden distinguirse el mudéjar, que es el arte de los
musulmanes cristianizados, y que va del 1250 al 1500; el Plateresco
que se desarrolla entre los años comprendidos hasta el 1600; el Herre-
riano coexistió con el plateresco sobre todo en la arquitectura y
puede considerarse como una reacción a la severidad que dominó
antes del mudéjar durante los largos años de duración del gótico
puro. De estos dos, así como el plateresco, el herreriano y aún el
barroco, incluso sus variantes del Rococó y del Churrigueresco, nin¬
guna influencia tuvieron en la arquitectura nuestra, ni aun en nues¬
tro mobiliario de época, porque el país —vivimos en pleno ambiente
primitivo,— no estaba maduro para estos refinamientos suntuarios y,
si cabe una mención de aquellos, es porque desde fines del XVIII,
cuando imperaba soberano el Neoclásico, en el XIX y lo que va
del XX, se ha creado en el país, en arquitectura y también en mo-
-- 75 —
blaje, muchos elementos que corresponden a esas característica... aun¬
que simples reflejos culturales de fuera de frontera.
Del Mudejar y aún de los estilos puros musulmanes aparecieron
muchos muebles —a fines del XIX— que corresponden a las líneas
de los estilos árabe< pero que, felizmente, han desaparecido, pese a
la labor de taraceado —no muy fina— que han presentado muchas
mesas, sillas y sillones de vestíbulos que fueron los que en los tipos
de amoblado más predominaron. Los muebles mayoies de otros am¬
bientes tuvieron muy escasa aceptación. Sin embargo de estos estilos,
el cuero para los asientos y arcones, era notable por el trabajo de la
estampa, repujado, dorado o pintado. Hoy en día suele llegar de
Córdoba y Granada especialmente, a más de asientos de sillería, car¬
petas de escritorio, marcos de retratos, encuadernaciones, a veces, an¬
tes y ahora, pequeñas pero efectivas obras de arte.
El plateresco puede verse en algunas mesas de caballetes acha-
franadas, miembros torneados, cuadrados o no, unidos por travesa¬
nos de hierro finamente labrados algunos y otros sin ornamentar pero
excelentes obras de forja. Las tapas de las mesas lo forman tablones
gruesos de roble, castaño, cedro o nogal, dando una cierta impresión
de tosquedad que les sientan muy bien pues tipifica con acierto, el
mueble sólido y rústico. Las sillas, sencillas pero fuertes, rectangula¬
res, suelen tener brazos toscos y el respaldo, así como el asiento, es
una franja de cuero —de suela de cuero— sujetas con clavos de
gruesa y redondeada cabeza de bronce, cóncavos.
A ciertos ascéticos tipos se les denomina “fraileros" por lo común
y han gustado mucho para la decoración de los ambientes hispánicos
de lugares de estar, vecinos a las estufas, en bibliotecas y escritorios
de líneas severas, adustas, pero los hay suntuosos, de cuero trabajado
y hasta de telas como puede verse en e! grabado correspondiente.
En ciertas camas la influencia portuguesa se ha dejado sentir típi¬
cas en las cabeceras, en hileras de astiles, tornillados, arcos torneados, etc.
Los bargueños de este estilo, solían usarse como escritorio porque
la tapa volcable que más atrás cité, puede servir a manera de
mesa de escribir, pero hoy sólo tienen un valor decorativo en los ves¬
tíbulos, escritorios y bibliotecas. Sus altas patas, torneadas a
veces, otras de labor mudéjar, dobles o triples, con una columnata
arqueada —pie de puente— cuando evocan el mudéjar son caracte¬
rísticas; como lo son las numerosas gavetas del piso superior por lo
regular, tratados finamente como dije anteriormente, así como los
76 —
flejes, goznes y aldaba de hierro de la volcable tapa; todo trabajo a
mano, batido a martillo, en los ejemplares buenos.
El Herreriano, creado por el gran arquitecto de Felipe II, el
extraordinario creador del Escorial, ideó un tipo de arquitectura
opuesto a lo suntuoso: adusto, seco, como parece haber sido el espí¬
ritu de su señor. El mobiliario de los aposentos de los palacios magní¬
ficos que creó, a base de proporciones grandiosas, lisos paramentos,
severas líneas, aplaudidos calurosamente en el pasado, despiertan la
admiración al punto que hoy he visto muchas de sus características
asomando en los edificios palaciales que se construyen en el actual
Madrid; y en el amoblado de hoy, es ascético como no podía dejar
de ser, en consonancia con la uniformidad externa e interna, mesas
simplísimas, arcones elementales, sillones fraileros, bargueños sobrios,
todo destacándose nítidamente tn el fondo de las encaladas paredes,
todo muy hermoso, pero que ofrecieron, sin la menor duda, más que
precarias comodidades a sus frecuentadores. En este estilo el adusto
carácter español prima sobre todo.
Otro gran arquitecto español, Chuiriguera, creó el estilo que
lleva su nombre a base de elementos completamente contrarios, una
explosión del ornamento barroco, en sí, por demás explosivo, extraordi¬
nario exceso de ornamentación, en suma: ondulaciones, volutas, etc.,
con lo que puede imaginarse lo recargado que es. Lo opuesto a lo
otro.
No obstante esta crítica, en ese estilo hay algunas portadas mag¬
níficas, pese al exceso de recargados elementos decorativos y. entre
ellas sobresale, en Madrid, la que da acceso al Museo Municipal de la
Villa, obra cumbre del arquitecto madrileño Pedro de Ribera
(1683-1742) quizá su más destacado discípulo, vasto edificio que
fuera hasta hace pocos años Hospicio de San Fernando y que no
sólo se salvó de la demolición, por mejoras urbanísticas del barrio
en que asienta, sino que fue restaurado, todo por el buen deseo del
Ayuntamiento de salvar esa joya de la arquitectura española. Es un
aplauso que se tributa, por esta acción, espontáneo y cálido.
El Barroco ha dejado en toda Europa honda huella en la arqui¬
tectura y lógico es que el moblaje que inspiró a los artistas siguiera
esas líneas, pero la influencia de su representación poco se ha hecho
sentir en el país en los estilos españoles, no así en los italianos
y aún en ciertos franceses anteriores al Imperio, a los Luises y al
Regencia. Tampoco el Rococó español ha tenido aceptación en nues-
— 77 —
tro medio y, en cambio —y en mi concepto, acertadamente— el
consenso popular ha buscado en los estilos provincianos populares
—y especialmente de un tiempo a esta parte— la fuente de inspira¬
ción para la enorme producción del moblaje rústico que por millares
ocupa —con algunas modificaciones— y seguirá ocupando por largo
tiempo, las viviendas de las playas y de los campos nuestros. Acer¬
tadamente digo, porque esos estilos regionales no sólo se prestan por
su rusticidad y sencillez al fin que aquí se les destina, sino porque
han tenido la virtud de salvar la pureza de ciertas características ver¬
náculas, impermeables a las corrientes foráneas internacionales, gran
virtud del arte popular en todas partes que la artesanía ha he¬
cho nacer y que adapta a la practicidad, los elementos disponi¬
bles, en el medio a que se le trasplanta desentendiéndose de las nove¬
dades de la moda y de los caprichos de los extravagantes.
En nuestro medio, entre otros detalles, vemos sustituido el cuero
crudo o curtido —la vaqueta— por el con pelo original vacuno a más
de ciertos trenzados de vegetales autóctonos: “caraguatá” en primer
término.
Ya en mi libro “Civilización” citado, como también en esta
monografía, tuve oportunidad de señalar brevemente la importancia
del mueble inglés, que ha tenido y que tiene viejo arraigo en la habi¬
tación uruguaya.
Dar una síntesis de los estilos ingleses no es cosa fácil en breves
líneas. En unos casos su nombre corresponde al de las dinastías, en
otros a los proyectistas y como si esto no fuera bastante, en otros a
los tipos de madera empleados. Asi existe la Era del Roble, del
Nogal, de la Caoba. Quizá la primera sea la más inglesa, pero indu¬
dablemente produjo los modelos más toscos, ya que abarca el período
del gótico desde sus orígenes franceses a través de los reinados de
Tudores y Estuardos. La del Nogal es clasificada por los especialistas
como la representativa del barroco holandés llegado a las Islas Bri¬
tánicas durante el reinado de Guillermo y María y también en los
lejanos tiempos de la reina Ana. La de la Caoba, para mí extraordi¬
nariamente atractiva —de ponderable selección de líneas— es expo¬
nente del bienestar, del buen gusto, y de la solidez consecuencia de
la riqueza del Imperio que lo produjo bajo la dinastía de los Jorges
de Hannover. Se considera que la diferencia de los distintos estilos
78 —
Gecrgianos son cronológicos, pues el nombre de los poderosos Jorges
desaparece y se desplaza a los de los grandes ebanistas, proyectistas,
arquitectos, artistas. Es más racional que así sea y debe considerarse
de mejor justicia distributiva, pues los Adam y Sheraton, hicieron
mejores modelos ingleses sobre la base de la producción autóctona
con grandes aportes del barroco holandés, del rococó francés, del
neoclasicismo, y hasta de los modelos chinos. Estos típicos georgianos
es la resultancia de la indiscutible predisposición británica al cuidado
de su home, su rara aptitud para hacer sobrio, práctico y bello su mue¬
ble, como también lo es para la floración del lujo, del refinamiento,
aunque la influencia exótica china no aportó nada importante ni a la
comodidad, ni a la estética del moblaje y menos de la arquitectura,
apenas si un detalle estético grato a la visual: la curvada pata de
cabra a que más atrás me referí y el empleo de la laca.
La reproducción del mobiliario medioeval inglés, así como del
gótico no ha tenido en nuestro ambiente la menor repercusión. El
Tudor-Isabelino (1485-1603) está teniendo algunos cultores pero no
en los enormes aparadores ni en las camas colosales, sino en ciertas
mesas con influencia más o menos visible del gótico con el Renaci¬
miento que da por resultado muebles macizos y simples, severos, y
muy aparentes para ubicarlos en grandes halls. Los sitiales son incó¬
modos; con razón no gustan.
El Jacobiano primitivo contribuyó a un mayor confort —per¬
dóneseme el aceptado y elocuente galicismo— pues, dentro de la so¬
briedad, es más ligero y acogedor e incorporando la tapicería a las
sillas les dió mayor comodidad e indudable belleza. En marcos de
espejo existen Jacobeanos muy hermosos por los finos acabados y
atractivas líneas. Este estilo ha gustado últimamente y sus modelos
los reproduce la artesanía del país bastante bien. Del Cromweliano no
hay nada o casi nada aquí pero del período de la Restauración, al
advenir nuevamente la monarquía desplazada por el republicano
Cromwel, volvió a incorporar algunos elemntos del barroco en paña¬
les aún, y hay sillas de este tipo y una porción de muebles que han
tenido y tienen gran aceptación entre los cultores del mueble inglés
por la finura de los enchapados, la incrustación de madre-perlas, las
decoraciones pintadas, las muy atractivas aplicaciones de lacas: sofaes,
camas, escritorios, poltronas, relojes de pie y de repisa, mesas li¬
vianas fácilmente portables por cualquiera, taburetes, espejos, camas
— 79 —
de pabellón. Al final de este período los expertos distinguen una va¬
riante: el Jacobiano Tardío.
El estilo Guillermo y María trajo de Holanda formas aparatosas,
rumbosas, a la vez que produjo un cambio radical de la morada en
las clases pudientes, pues los aposentos se hicieron más íntimos y la
magnificiencia del período anterior, donde se llegaron a hacer, para
los departamentos reales, muebles de plata, optó por la sencillez sin
perder altura ni en el acabado artístico ni en la gracilidad visual de
los modelos. La sillería se tapizó con gusto y el pie holandés de forma
de cachiporra y la pata curvilínea fue, se dice, la pata cabriola.
Los enchapados son de una terminación cuidadosa, así como el
barnizado de laca de tipo japonés, la marquetería llegó hasta copiar
las algas marinas, lo que hace decir a Aronson en su “Enciclopedia
gráfica del mueble y de la decoración” que le recuerda las enmara¬
ñadas creaciones francesas de Boulle.
El Reina Ana es una de las modalidades más interesantes del
mueble inglés fuertemente influenciado por los modelos holandeses,
pero menos pesado, mucho más grácil. La pata cabriolé, el uso de
las curvas y la supresión de los travesaños en algunos tipos de sus
sillería lo caracterizan. El nogal aparece y domina, el incremento
del uso del té provocó la creación de las deliciosas mesitas así como
el apogeo de los coleccionistas de porcelanas creó la proliferación de la
vitrina aparente para ello.
El Georgian se particulariza por los pies de bola o de garra,
por el mueble suntuoso nuevamente, el “mobiliario de arquitecto”
como se le ha llamado, con aparatosos frontones, la declinación
del laqueado, el auge del dorado y el uso de la caoba que derrotó
al nogal, afirma un especialista, “porque es superior en cuanto a
dureza, facilidad para el tallado y resistencia a la putrefacción”. Y es
inglés, pues la aparición de este estilo señala el ocaso de las ingeren¬
cias de formas extranjeras.
Aparece Thomas Chippendale que se hizo célebre en su medio
por su libro “El guía de los ebanistas y aficionados” (The Gentleman
and Cabinet-Makers Director), que no es el primero sobre la mate¬
ria, pues ha tomado de modelo a sus muchos predecesores, pero el de
él ha tenido la virtud de hacerse comprender íntimamente por los
especialistas y al ilustrarlo convenientemente, llegar a la médula de la
artesanía. En los entendidos hizo una verdadera revolución de este
ramo importante de la producción inglesa. Mediaba el XVIII.
— 80 —
El estilo que crearon los hermanos Adam, desterrando el barroco
y el rococó, radicalmente, y dando entrada a las afinadas peculiari¬
dades del Pompeyano y en la construcción aportando como nuevo
elemento decorativo el '‘citronier’', —la excelente madera de naranjos,
limoneros y similares cítricos, clara o requemada,— le permitió crear
modelos que son de los más disputados de entonces a la fecha en
los gustos de los devotos del amoblado que someramente venimos
describiendo.
Un excelente dibujante y autor de varios libros, impuso sus
modelos con otro, como lo hiciera Chippendale con el suyo,
legándole su nombre a sus creaciones, de proyectista; ya era mucho
más conocido como ebanista. Me refiero a Sheraton, autor de “The
Cabinet Maker and Upholsterers Drawing Book'’ (Libro de dibujo
para ebanistas y carpinteros).
Salteando varias modalidades llegamos al Victoriano que ’mperó
de 1837 hasta el 1900, pero al revés de que ese período del largo rei¬
nado señaló el apogeo del poderío inglés en el mundo, ese lapso de
inusitado esplendor político y militar, quizá no correspondió en lo que
a creación de tipos se refiere, a igual o parecida supremacía en el
mobiliario. La vida inglesa del pasado culmina en esa larga adminis¬
tración que llena de orgullo al inglés de nuestro presente e inmediatos
tiempos. “Era Victoriano’' dicen, ebrios de satisfacción porque, en
realidad, no sólo su política y su poderío militar llegó al zenit en
esa época, sino que la vida de la familia inglesa marcó el período de
mayor felicidad de su larga historia. Hoy, quizá más que entonces, se
señala como norte codiciable en el vivir de los pueblos el equilibrio
de ese existir británico de otrora. Ahora, no obstante lo dicho, con el
viento francamente de frente, pese a las fisuras que se anotan^ brillan
las virtudes inglesas apetecibles para el bien de la humanidad y se
olvidan las otras facetas que, como toda cosa humana, tiene sus luces
y sus sombras. Los hombres que como yo, de la generación de 1888
vimos —yo por lo menos— en nuestra juventud, iniquidades como la
guerra anglo-boers y otras barbaridades coloniales semejantes, nos in¬
clinamos espontánea y respetuosamente ante la capacidad de sacrifi¬
cio y de resistencia para el dolor de ese admirable pueblo de hoy, pleno
en dominio de sus libertades, coherente en el infortunio, disciplinado y
congregado como un solo hombre en torno al símbolo del país, sea
él cual fuere, en las buenas o en las malas.
El antiguo egoísmo, que posiblemente continúe agazapado bajo
— 81 —
su epidermis por demás hermética a exterioridades, es un recuerdo in¬
grato pero que parece lejano, muy lejano, ante la conducta de la hora
en la que, año tras' año, se disgrega su potencia material, lenta pero,
al párécer irremisiblemente siguiendo la ineludible ley de las sucesio¬
nes. La conducta de la nación continúa imperturbable, sin que en
la superficie de su‘ expresión normal se le mueva un músculo, pese a
las dolorosas amputaciones que sufre en el inmenso cuerpo. Es en
realidad el conocido tipo del gentleman corporizado en el país, que
sabe perder con señorío; un magnífico gentleman que es de desear
sepa extraer del dolor la enseñanza suficiente para evolucionar ele¬
gantemente y sin perder la atildada línea que sigue hasta el presente,
se coloque nuevamente en plano rector para los intereses del mundo
en un todo de acuerdo con los nuevos tiempos, desgarrando los resa¬
bios del viejo colonialismo incompatibles con el existir de hoy y se
contraiga al Commonwealt, al conglomerado de pueblos libres con
iguales derechos y deminio de su riqueza pública.
Nuestro país debe mucho a Inglaterra que actuó, no importa la
razón del porqué, de manera tal que dió margen a que el esfuerzo de
nuestros patricios lograran su deseo de independencia política. Fueron
ingleses, irlandeses y escoceses, los primeros progresistas estancieros
que introdujeron sus ganados al país echando la simiente que, con el
esfuerzo de todos, crearon la extraordinaria potencia ganadera —ac¬
tualmente por su raíz y nuestro tesón, de las primeras del mundo—
de la cual ha vivido y vive el país; integraron los planteles de casi
todas nuestras industrias, principalmente con sus hombres y capitales,
factores de progreso de los primeros tiempos; fueron y son los princi¬
pales compradores de nuestros productos de exportación y contribu¬
yeron en grado importante con sus tejidos, sus aceros, su porcelana,
su moblaje, unidades de transporte —desde carros, diligencias, a
locomotoras y vapores,— al elevado estándar de comodidad de que
disfruta actualmente el país de manera que, pensándolo así, no es de
extrañar el importante espacio que en este trabajo he asignado a una
de sus industrias más calificadas, de positiva infuencia en la vivienda
ciudadana.
Para terminar, y volviendo al tema, cabe expresar que uno de
los modelos rústicos ingleses que ha tenido más franca y plena
aceptación, ha sido el Windsor, bien patente y visible en sillas y sillo¬
nes y aún en mesas que, tratado siempre en roble, adorna porción de
ambientes de nuestra vivienda de campo, de playa casi todas, como
- 82 —
otrora, pai alelamente, las sillas y las hamacas de Viena —que claro
nada tienen que ver con los tipos ingleses— que como el Windsor ahora,
tuvo un auge aun mayor en los ambientes de la ciudad, con sus
asientos y respaldos de esterilla, modalidades que han desaparecido
hace años de la casa uruguaya, mientras las de Windsor perduran,
quizá ya algo desplazados por los tipos más rústicos, anotados prece¬
dentemente.
El mueble italiano, tanto el modesto como el suntuoso, tuvo
una demanda considerable a favor, ya lo he dicho, de la importancia
considerable de la colonia italiana y de sus descendientes a contar de la
mitad del XIX pues, en las postrimerías de esta centuria, la industria
uruguaya fue abasteciendo la plaza de los primeros tiempos mejo¬
rando su producción al punto que ya en el XX la suplanta en casi
todos los estilos en donde la madera aparezca sin dorados; casi to¬
talmente, pues sólo pequeños muebles de lujo llegan del exterior de
marquetería, de laca o con incrustaciones de metal, marfil y nájcar.
Las altas tarifas aduaneras protegen la industria del país con razón.
Desde luego que toda esta producción en lo que respecta a formas se
hace a base de los rnodelos europeos y de los americanos que más
aceptación han tenido y que el obrero nacional, casi siempre artesano
de origen europeo, presenta productos sobresalientes, sobre todo en
ebanistería y escultura, pues en las lacas inglesas, y en los pintados,
estofados, así como también en los taraceados, el acabado del nacio¬
nal deja mucho que desear y las finas terminaciones en los moldurados
existen pero las buenas, distan de ser comunes. Pero soy optimista:
lo que falta se andará si hay tesón. Entre los pintados, por ej.,
e! más difícil de realizar tan bueno como el similar francés, es el
‘‘Vernis Martín”, aunque he visto trabajos excelentes que lo imi¬
tan bien, pero excepcionalmente. Los laqueados se hacen muchos
mejores y parece acierto la goma laca disuelta en aceite de linaza
aplicada con soplete o cepillo, sobre todo en los colores crema,
pero hay una tendencia a aparecer el indeseable rubio color de
caramelo, requemado, que les da un aspecto ordinario, que lo in-
ferioriza cuando el artista no es un verdadero experto, pero como
casi todo eso son más bien variantes relativamente no importantes
del mobiliario inglés y francés, no se debe afirmar la inhabilidad
— 83 —
de nuestra artesanía. No obstante los muebles pintados, sobre todo
camas y cómodas, no tienen su aceptación fuera de la ciudad, donde
para comedores de playa suelen usarse, los gallegos. Raros en otros
tipos, eran comunes en el Perú en su variante de “estofados” dan¬
do la razón de existir al cuzqueño del tiempo de los Virreyes, que
tiene como principal detalle esa característica.
La influencia del romano y del gótico en el mobiliario «taliano
no interesa, está extinguida, aunque cabe mencionarla pues lo que
llegó al país en cantidades extraordinarias fueron los distintos tipos
Renacimientos, tratados en el noble nogal itálico con esas olvidadas
particularidades. Con todo, suelen mencionarse algún “cassone” o
viejo arcón que con sus líneas arcaicas quizá ha despertado el inte¬
rés de algún uruguayo turista viajando por Italia, por la riqueza y
habilidad de su moldurado, así como alguna “credenza”, ropero bajo
con puertas y cajones, pero, camas de pabellón o cerradas, son incon-
trables, y tengo entendido que hasta en la misma Italia escasean, ya
que eran más apropiadas a los climas fríos.
El de Italia no era propicio a esos encerramientos; ni el nuestro
tampoco. En los norteños europeos era justificable.
Las sillas y sillones Savonarola, de lonjas curvas entrecruzadas,
buena talla en los macizos respaldos, y sólidos brazos, gustaron tanto
como las en forma de X y también las macizas y poco cómodas vene¬
cianas, más bien de ornamento, con sus calados respaldos plenas de
esculturado, como igualmente las Dantescas con las cuatro patas cur¬
vadas así como los brazos que se disputaban, con las Savonarola, las
preferencias de los viejos vestíbulos y escritorios. Las grandes, angos¬
tas pero largas, mesas florentinas y venecianas se centraban en los
grandes halls y aún siguen haciéndolo, poniendo con su solidez y
monumentalidad no excesiva, una nota grave, de riqueza y de buen
gusto, encontrándose ahora más que antes por los halls cubiertos, antes
descubiertos patios. Pero el aporte principal del moblaje italiano
consistió en dormitorios con grandes armarios de luna de tres cuerpos
para los matrimonios, de uno para los individuales. También en sus
lavatorios y en los grandes amoblados de comedor con trinchantes,
cristaleros y monumentales aparadores de varios pisos, muv moldura¬
dos pero de dudoso gusto, aunque siempre, ejecutados con un ma¬
terial de primera, con el nogal, predominando, muchas veces ma¬
cizos, enchapados la mayoría en los tipos más modestos, con su
característica resistencia a la polilla, a la humedad y a las molestas
— 84 —
distensiones, menos que el nogal, que admite bien la talla y el lustre.
También se realizan en roble preferentemente ahumado.
En Francia su mueble ha tenido un mercado tontínuo en nues¬
tro medio y en el rioplatense desde el ya lejano gótico hasta nuestros
días. Aquel estilo que se difundió entre los ambientes religiosos, ha
dado no obstante su aporte a algunos de los refectorios y anexos fuera
de las iglesias y de los conventos y si bien aún suele verse algunos
bancos y reclinatorios para orar en las capillas familiares, también se
observan en escritorios y comedores de las viejas grandes casas, inclu¬
sive casas-quintas y también sus líneas arcaicas pueden observarse
en algunos arcones, “baúles”, usándose el roble casi invariable¬
mente en este tipo de amoblado, que no tiene aceptación en el día,
no sólo por el cambio de gusto, sino porque los recintos actuales, re¬
ducidos, son contrarios a ellos que demandan gran espacio, no pro¬
curan la menor comodidad siendo sólo, en determinados ambientes,
decorativos
El Renacimiento francés, también tratado en roble, con menos
frecuencia en olmo, también en nogal, importó al país algunos ejem¬
plares notables en sus diversas modalidades, pero principalmente en
el Francisco I, subsiguiente, en comedores, dormitorios y amoblados
de vestíbulos. El “armoire á deux corps” o aparador de dos plantas,
en mesas —algunas redondas, menos frecuentes ovaladas— en sus
hermosas sillerías, en perchas, etc., presenta labores destacables, casi
siempre muy esculturados, fueron bastante del gusto de nuestias pu¬
dientes abuelas.
En el Barroco galo se anotan apariciones muy vulgarizadas en
nuestros ambientes: el sofá-cama o chaise-longue de que ya hablé,
y el sofá que, como alguien ha dicho resultó el invento más importante
en materia de bancos. A! principio era un canapé, casi una cama por
su forma y tapizado; la palabra sofá aparece alrededor de 1860., En
el Regence se anotan aciertos indudables y, entre ellos, las cómodas
que se caracterizaban por sus agarraderas y aplicaciones de bronce
o cinceladas siendo, durante la vigencia de este estilo, que apareció
el de Boulle, con sus piezas características siempre buscadas y tan
numerosas en nuestras casas de lujo, a los que el exceso de humedad
y los bruscos cambios de temperatura pueden perjudicarlas. Nuestro
— 85 —
variable clima es el “cuco"' para este amoblado que debe existir en
habitaciones donde la temperatura no se acuse mucho.
El Rococó o Luis XV ha sido tal vez el estilo francés que más
auge ha gozado en el país pero, pese a sus aciertos, entre ellos el tenido
por los hermanos Martin, está en decadencia, quizá felizmente, pues
me da la impresión personal de rebuscado con sus curvaturas por
todas partes, sin dejar de reconocer que una selección procura fácil¬
mente buenos ejemplares. En Montevideo se popularizó tanto, sobre
todo en juegos de dormitorios de no muy alto precio, tratados en ro¬
ble y también en juegos de sala, a veces dorados, que concluyó por
dar una impresión de dudoso gusto, por lo común así fue consi¬
derado en toda cuenca platense.
El Luis XVI se popularizó tanto como el anterior no sólo en
amoblados y decoraciones sino en los modelos arquitectónicos conoci¬
dos de residencias individuales, “petit hotel '. Hay indudablemente
una armonía de líneas elegantes, unos medallones bien ideados, un
decorado en las paredes, fino, delicado, con fondos blancos o color
pastel discreto, un amoblado de madera dorado o de composición
dorada y una marquetería de primer orden, bien terminada, hermo¬
samente combinada ésta, en cómodas, mesas y vitrinas, aquélla en
sofáes, sillones, bergeres y sillas que armonizan. Resumiendo, da al
conjunto, sobre todo en salones chicos o grandes, dormitorios, pero
no tanto en comedores o halls, una impresión de distinción natural¬
mente lograda pues el tapizado de los asientos y el de las paredes son
de tapiz o seda. Las cómodas —también en el Luis XV las hay
muy bonitas— y una porción de pequeños muebles fueron y siguen
siendo buscadísimos, continuando la importación de ejemplares autén¬
ticos y copias modernas casi siempre importadas. La magnífica caoba
y el delicado palo de rosa son sus maderas preferidas.
El Directorio presenta algunos buenos ejemplares pero, los tuvo
mucho mejores el Imperio, pese a su mayor simetría, macizas propor¬
ciones, todo en densa y pulimentada caoba, con inclusión de elemen¬
tos clásicos, incluso esfinges, y con proporción —quizá muy alta—
de aplicaciones de bronces dorados, casi planas las más, patas de igual
metal, etc. Las mesas, generalmente redondas, imponentes sofás, no
muy confortables, sillas, igualmente recargadas, todo muy rico, in¬
cluso tapicería de seda, de cálido tapizado raramente ‘'faite a la
main”. En cambio en los otros tipos la tapicería de Beaubais y Abus-
son, predominan destacándose sobre el fondo^ denso, rojo y brillante
— 86
de la pulida caoba cuya potencia de colorido con tales aditamentos
se aumenta, predominando en las sederías el verde, el naranja, el vio¬
leta y el amarillo, presenta una impresión positiva de suntuosidad
difícilmente superable. Pero no hay gracia, solo riqueza; no procura
comodidad si bien allega deslumbramiento de color; es pesado, pero,
por lo opulento es digno de un Emperador, máxime si lleva el nombre
de Napoleón I, en cuyo homenaje los artistas lo crearon.
En el Museo de Artes Decorativas de Madrid y en distintos
sitios reales españoles, especialmente en San Ildefonso y en Aranjuez,
pueden admirarse ejemplares notables de muebles y relojes, etc., de
este estilo que no ha tenido mayor difusión aquí quizá por la sobriedad
de nuestro medio y su alto costo. El colocar amoblado de esas cali¬
dades necesita palacios pues si todo no va a escala, disuena. No se pres¬
ta mucho a formar el estilo Imperio, el rincón íntimo, no convida al
reposo hogareño amable y sencillo a la vez. Exije también no sjlo
el palacio suntuoso, pleno de luces y dorados, sino una concuriencia
a tono: trajes *de baile y uniformes, joyas, condecoraciones, plenitud
de pechos enjoyados, rutilantes indumentos militares, recamados de
dorados, vestimentas de cortesanos en plena “soirée” y tal rojo cardenal
príncipe de la Iglesia romana pleno de violeta y escarlata. Es un amo¬
blado que sólo estará a tono en una corte imperial que, por otra parte,
es el ambiente que lo creó, como ya he dicho*
Desde luego el Imperio español tiene una fuente de inspiración
netamente francesa, pero está lejos de ser copia. Un recuerdo a vuelo
de pájaro de lo visto en la península no me habilita para decir cuales
eran las piezas españolas y cuales las francesas, pero éstas deberían
ser muchas, pues en esos tiempos en que predominó —mediados
del XIX— reinaba esos gustos (1834-1839). El Isabelino espa¬
ñol corresponde al reinado de Isabel II, que era española de la
cabeza a los pies, típica madrileña que tenía a gala mostrar su españo¬
lismo, conducta bien distinta por cierto a la de Felipe V donde los
afrancesados predominaron, así como, en otros reinados después de la
fecha, 1868, en que la jacarandosa dama fue depuesta. Isabel legó
iii nombre no sólo al amoblado sino también a determinados tipos
de abanicos de “países’’ pintados sobre tela o papel simplemente im¬
preso, de varillaje de nácar con aplicaciones de oro y plata, y a algu¬
nos hermosísimos y otros horrorosos tipos de floreros, unos y otros
muy difundidos y buscados por nuestros coleccionistas, recargados
— 87 —
de ornamentación incluso de pinturas. Es curioso la disparidad de
modelos y más aún las diferencias de gusto.
El mueble luso-brasileño, tan buscado, tan sugestivo y señorial
en los museos y colecciones, destaca en Juan V y, tuvo su origen en
el XVIII, predominando en toda la centuria. Se trasladó al Brasil
donde floreció incorporándose a los ambientes rioplatenses como
puede comprobarse, puro o con algunas variantes, favoreciéndole su
exitosa y elegante difusión la excelencia de madera empleada en su
construcción, tan buscada y calificada como el jacarandá. Cuando el
Brasil se independizó y se creó el Imperio, durante los reinados de Pe¬
dro I y II, en la materia todo cambió, el gusto se trasmudó al Imperio
francés como puede verse en las colecciones brasileñas, particularmente
en el Museo Imperial de Petrópolis y de especial manera en la icono¬
grafía que de esos períodos, allí se guardan, así como, en el Museo Na¬
cional de Río, y en la bibliografía especializada.
El colonial rioplatense puede observarse en las colecciones ar¬
gentinas, en mesas, sillas y algunos escritorios que son Juan V origi¬
nales y muchas veces nuevas realizaciones de época hechas en Buenos
Aires y, más al norte, incluso con otras maderas, de algarrobo por
ejemplo. También hay copias y una influencia boliviana y peruana
que ha bajado del norte en sus piezas originales colectadas por coleccio¬
nistas porteños, que se acusa neta en los medios allende el río, pero
hay que tener cuidado en la discriminación pues son modeljs más
bien altoperuanos, cuzqueños sobre todo, policromado, ricos en marcos
de plata de espejos y de cuadros, en altares de capillas e iglesias, así como,
algunos estofados de aquella ciudad peruana. La plata, tan abundante
en esos medios, fue utilizada a porfía incluso en aditamentos de imagi¬
nería religiosa. Las dos colecciones de los González Garaño, Alejo y
Celina, la del arq. M. Noel, las piezas del antiguo Museo González
Blanco, y en otras colecciones, hoy diseminados en varios sitios públicos,
Museos de arte, muestra hasta arañas de ese noble metal, braseros,
rayeras de cruces, y desborda, en miles de piezas, en mates y bombillas,
no así en el apero criollo, de otra raíz.
En lo referente a colecciones públicas, argentinas, destjco el
colonial, las de los Barreto, Museo Cornelio de Saavedra, Musco Pro¬
vincial de Luján, instalado en casa del arquitecto Martín Noel —Col.
Fernández Blanco—, etc., encierran piezas muy interesantes. Es que
la potencia económica de nuestros hermanos del Plata les ha permi¬
tido reunir un conjunto muy valioso y, desde luego muy superior, al
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nuestro que fue mucho más modesto en sus realizaciones, como
lo fue el bonaerense referido al del altiplano. La recolección de
material continúa y en el futuro, en sucesivas monografías, podrá ir
develándose la verdad, respecto a todos estos aspectos, algo confusos
aún, que son índice del grado de bienestar y de cultura alcanzado
por los pueblos del Plata, donde otra platería, la gauchesca, imperó so¬
berana en los antiguos medios. Y para aclarar la realidad pocos elemen¬
tos más decisivos que la deposición de los viajeros que, como tales, por
su situación comercial, social o política, frecuentaron los ambientes
más calificados y observaron las costumbres de sus moradores; y
sobre todo, los documentos, los fríos inventarios de las sucesiones. A
este respecto, he comenzado en la “Revista de la Sociedad de Amigos
de la Arqueología’’, la publicación de un trabajo, en equipo, sobre
el tema que considero proyectará una gran luz sobre la historia.
Feduchi, en lo que se refiere al medio español peninsular expresa:
“En el siglo XIX son innegables las influencias de Inglaterra y de
Francia, y sólo así renace un falso Luis XIX interpretado en palo
santo, en purpurinas o simplemente pintado, según la importancia
del cliente. El mueble se va industrializando; la finura y delicadeza
de los viejos modelos, es substituida por tallas y ornamentaciones apa¬
rentes, curvas y tapicerías opulentas, líneas de silueta exagerada que,
si bien dan todo el carácter a los muebles isabelinos, no tienen va nada
de aquellos modelos perfectos del XVIII francés. También el Luis XV
deja sentir su influencia en muchos modelos del XIX, pero sin em¬
bargo, en los derivados del Lui^ XV es donde encontramos los más
típicamente isabelinos'’.
Mi impresión, de simple “amateur” es casi igual, como también
la es que el isabelino español, como el anterior, el fernandino, escasa
re onancia tuvo en nuestro ambiente, aunque, habida, debe acusarse
porque C'> un matiz en la evolución del mobiliario montevideano “del
siglo de las luces", que hoy quizá, con más razón, después de dos guerras
mundiales y las horas inciertas que vivimos, con más fundamento pu¬
diera llamarse de la intranquilidad. El mueble francés vino en aportes
caudalosos directamente, en la mayoría de los casos, en ese material
“pour l’exportation” de la que son maestros en producir, entre otros,
los “marchand'’ de las orillas del Sena. Pero es indudable que entre lo
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malo y regular llegó mucho bueno, difícil de clasificar por los profanos,
pues desgraciadamente los nuevos ricos, en estas sociedades de preca¬
ria sedimentación cultural, son los que abundan y se proveen, aún hoy,
entre otros lugares de dudosa selección, en el famoso “mercado de la
pulga'’ parisién donde, al decir de ciertos compradores optimistas, se
hacen verdaderas pichinchas y, en el cual, en realidad, hay de todo
“como en botica'’.
Como si todo este caudal de bueno y malo fuera poco, en nues¬
tro amoblado del XIX y XX se acusan las más distintas tendencias
como consecuencia natural y lógica de los aportes humanos allegados
a la formación de la nacionalidad. Latinos y sajones, germanos y esla¬
vos y, últimamente toda la gama de los países superpoblados del mun¬
do, con facilidad de transporte hasta acá, van allegando a nuestras
playas multitudes heterogéneas que, lograda la posición económica en
procura de la cual vinieran, por lo general se afincan y procuran
rodearse de los elementos que hacen amable la vida, siendo lógico
que tiendan a formar los ambientes de donde partieran. Proceden¬
tes de las más dispares capas culturales, desde las más calificadas
y selectas hasta las más rústicas, y es natural que por lo tanto lo que
aportan es por demás heterogéneo, de clasificación más que difícil,
más en nuestro medio en el cual los especialistas deben buscarse con
lupa, —si es que existen— donde simples aficionados —como yo—
pero con un gran interés y con algo de “ojito”, sin mayor base casi
siempre, simplemente libresca, son los llamados a orientar a los pocos
que, “con barro a mano” quieren rodearse de cosas selectas creando
exteriores e interiores exponentes de buen gusto, riqueza y comodidad.
Si se examinan las añagazas que se valen los vendedores de mue¬
bles europeos, se ve, a las primeras de cambio, en estas latitudes que
an la materia, no es sólido el piso sobre el que se transita. Un califi¬
cado experto galo, Emile Bayard —en el exterior abunda literatura
sobre el tema— en su libro “L’Art de reconnaitre les fraude ” hace
tiempo nos ha ilustrado sobre el particular, sobre la “viveza ’ de que
los comerciantes desaprensivos se valen tanto en la pintura, la escul¬
tura, el grabado, muebles, cerámicas, etc. A la verdad, que su lectura
suele ocasionar pequeños escalofríos por cuanto si en la vieja Europa
el ojo se puede hacer, frecuentando con asiduidad las colecciones pú-
- 90 —
blicas bien depuradas y las grandes particulares escogidas, o asistiendo
a las conferencias de divulgación que menudean, aquí es casi impo¬
sible orientarse por cuanto no hay elementos precisos para ello y se
carece del consejo alentador y desinteresado de los entendidos. Se
marcha a tientas en plena oscuridad. No obstante una reciente visita,
desde luego superficial, a los anticuarios ingleses, franceses, italianos,
españoles y portugueses, procura la impresión de lo que se vende
actualmente en el viejo continente es, en su casi totalidad, mercadería
falsificada, imitada, y se llega a conclusiones desilusionantes. Pero sucede
algo muy curioso: el entendido, el experto, puede hacer verdaderos
hallazgos en nuestro Montevideo. También a estos desconcertantes ex¬
tremos se llega, a que al Plata ha venido de todo, y como siempre
fue bien pagado lo importado, hay mayores posibilidades de encontrar
bueno, en muebles, porcelanas, libros, numismática y obras artísticas.
También es relativamente fácil encontrar en nuestra almonedas
piezas no muy bien imitadas, ennoblecidas ya con la pátina nivela¬
dora de casi un siglo de existencia y de uso y a la venta, a precio ra¬
zonable. En lo que me es personal lo que más me interesa no es lo au¬
téntico, pues el símil, si está excelentemente terminado, trabajado con
arte en noble material me produce casi el mismo impacto de belleza
que lo auténtico: el original a veces resulta flojo. Por ejemplo, en es¬
cultura las buenas copias son tan hermosas, como las duplicas de los
cuadros célebres, y en no pocas oportunidades, pese a las reparaciones,
lo auténtico da una impresión de decrepitud que si a veces la avalora
más, en otras no. Lo viejo, admirado sólo por tal, nunca ha despertado
mis entusiasmos, ni creo que pueda ser de utilidad, salvo en lo que
se refiere a otros aspectos de la arqueología distintos a los que nos ocu¬
pan en estos momentos.
Si se piensa, por ejemplo, que Italia ha sido visitada en 1952
por seis millones de turistas, buena porción de ellos adinerados, muchos
con tendencia a mejorar su casa y deseosos por tal de adquirir objetos
de arte aún al simple título de recuerdo; si se considera que esa pro¬
porción es igual, numéricamente, para Francia y relativamente, decre¬
ciente para el resto de Europa, puede considerarse el monto del
“saqueo” que en los viejos repositorios librados a la demanda del pú¬
blico se causan año a año. Y excede el panorama pensando en lo que
es una verdad como tal inatacable: en que ese “saqueo lo viene re¬
cibiendo Europa hace más de un siglo, al punto de haber emigrado
hacia América, hacia el norte de ella sobre todo, buena parte de las
— 91 —
colecciones de arte reunidas en el curso de los años en sus más diver¬
sas manifestaciones. Y aún edificios enteros, castillos y abadías lleva¬
dos allende el Atlántico, piedra por piedra, para ser reedificados en
el nuevo continente, en el llamado “del porvenir” antaño, en el
“presente", en la actualidad, el mejor, pues el centro del mundo viene
desplazándose hacia este lado del océano de mucho atrás, tant:. en lo
político como en lo material, repitiéndose el fenómeno que trasladó a
Europa el antiguo poderío asiático, indudable cuna de las grandes
civilizaciones.
Se ha vuelto a reproducir el fenómeno que las mejores coleccio¬
nes europeas, como también las formadas por los antiguos objetos pro¬
ductos de las más antiguas culturas del Asia milenaria —China, India,
están en Europa y no en los países de origen y que ahora lentamente
pasan a Norteamérica. Una visita a vuelo de pájaro de los museos
londinenses, alemanes, franceses, italianos y aun españoles y portu¬
gueses, acusa nítidamente como verdad irrebatible esa realidad que
confirman los catálogos de las colecciones públicas y privadas. Los
dominios coloniales de otrora han procurado ese material acopiado
por los funcionarios cultos que tuvieron función en el exterior. Feliz¬
mente, ese desplazamiento ha sido beneficioso para el estudio de aque¬
llas antiguas civilizaciones. La literatura inmensa que los expertos eu¬
ropeos, y ahora norteamericanos, los ha venido enumerando y descri¬
biendo y analizando, es la que ha salvado de la dispersión total esos ele¬
mentos inapreciables de las antiguas culturas y ello permite a las gene¬
raciones estudiosas del presente, avalorar en toda su extensión su mag-
nificiencia, su opulencia de formas, su riqueza artística e intrínseca. Lo
contrario quizá se hubiera perdido de quedar en los países de origen.
La artesanía europea en los siglos anteriores ha sido extraordi¬
naria y la calidad de los artistas del Renacimiento, descuella y puede
apreciarse en toda su inmensa vastedad, pero se comprueba ahora, en
estos últimos tiempos, un ritmo decreciente en las formas y casi en
las calidades, a favor de un confusionismo que contribuye a agravar
las nuevas tendencias artísticas que, salvo positivas excepciones, se
acusan en todos los medios de las artes, salvo en el trabajo de los
metales y en la cerámica especialmente, donde se continúa una tradi¬
ción superviviente que la mecanización y el alto costo de la vida ame¬
naza, produciendo innegables desniveles que pueden perjudicar la no¬
bleza de sus facturas, por lo que el porvenir no se presenta promisor.
Se va rápidamente a una época de estandarización de todo. La
pieza única se desplaza en un compás por demás desconsolador. Se
vive en una era de transición en la cual no se sabe en qué irá a
parar, y es de esperar que la tumultuosa hora del presente en estas
materias, arribe a soluciones que sería de desear termine en realiza¬
ciones más en consonancia con los enormes adelantos que en otros
renglones se han alcanzado, evidentes superiores, muy superiores a los
del pasado. Contrasta este adelanto tan magnífico como espectacular,
la crisis en que creo ver han entrado ciertas manualidades, pero, opti¬
mista, espero no será para empeorar el cambio a venir.
En materia de lozas y porcelanas, es peor y más caótica la
situación presente, pues el hombre de cultura media, se pierde en un
verdadero mar de confusiones al pretender guiarse por las maicas de
fábrica que casi todas presentan, pero es tal la cantidad de las adul¬
teradas, más o menos tan perfectas las imitaciones en muchos casos,
que pese a la compulsa de los muchos libros que se han publicado
en el exterior sobre la materia, no hay brújula eficaz para orientarse
en ese verdadero océano de dificultades, pues hasta las maicas de
fabricación se suelen imitar con despreocupación. Pero, felizmente,
en materia de muebles, para mí, por lo menos, el coleccionista amante
de las buenas piezas debe guiarse, fundamentalmente por la pureza
de las líneas, por su buen acabado sin olvidar lo arcaico y rústico
en lo primitivo, las aristas pulidas, pero hay un sentido de orientación
que poco falla. . .
De los muebles españoles del XVI, XVII y XVIII no hav mu¬
chos en España. El uso en primer término, su lejana edad, la des¬
preocupación que en muchos ambientes —en el castellano sobre todo,
parco de comodidades— ajeno al refinamiento, y el hecho que todo el
esfuerzo artístico se concentraba en el alhajamiento y fastuosidad de las
iglesias, en la confección de las armas, salvo uno que otro sitio real,
han sido factores decisivos para que lo llegado a la fecha, no ha sido
tan cuantioso como debiera haberlo sido ya que, pese a estas rostum-
bres, el oro americano afluyó durante siglos en cantidades fabulosas
creando por fuerza medios propicios para dar al español mejores
comodidades en la vida, lujo y fausto en su existir.
En los sitios reales —Aranjuez, la Granja, el Buen Retiro o el Esco¬
rial— fueron amoblados en fechas distintas y si bien en el palacio real
madrileño se había concentrado mucho y valioso mobiliario de esas
93 —
dictantes épocas, el incendio del viejo alcázar de 1734 los eliminó,
salvándose sólo de esos lugares reales, contadas piezas, llegando a
nuestros días, lo que muy parcamente —en absoluta coincidencia con
su personalidad— había hecho colocar en sus habitaciones del Esco¬
rial aquel monarca Felipe II sólo atento al mejor servicio de dios.
En las colecciones —con sastiíacción me adelanto a decirlo—
que se guardan en un estado de limpieza, clasificación y cuidado
impecable, debe reconocerse esta característica, pues salvo una doce¬
na de casos similares, en el resto de los museos europeos hay mucho
descuido y desidia en la exposición, cargo que alcanza a la mayoría
de las iglesias de España, Francia e Italia. No obstante el polvo y
la oscuridad, puede verse como el severo mobiliario español, del gó¬
tico, va evolucionando hacia el barroco —casi siempre en arco-
nes— hasta hacer muy historiado, más adelante en muchos ejemplares;
\ se observa cómo la línea y el severo color imperante se altera, se
recarga a favor de las influencias extranjeras, europeas y orientales.
El francés de los Luises tiene su réplica en los Carlos; el de las
formas imperio galo en el Fernandino que, en cierto modo, radica el
Renacimiento Hispano-isabelino, ya, esto último, en el XIX, se produce
sin la finura de aquellos tipos franceses, aunque con una positiva sen¬
sación de solidez y riqueza, donde infelizmente lo grácil y la elegancia
leve suelen estar ausente.
También individualizado como mueble de las primeras épocas,
los bargueños llegados de la península sin pretensiones, por la divul¬
gación que han tenido aquí en muchas copias, algunas malas, otras
excelentes, los típicos bargueños se han adentrado en la reconstitu¬
ciones de nuestro español primitivo. Su gama va desde los Renaci¬
miento, austeros, algunos sobre mesitas con el clásico “pie de puente”
italiano; los dorados, los policromados, muy españoles, estofados
otros con singular maestría, quizá consecuencia de los altos quilates de
que merecidamente gozaba la imaginería de esos tiempos; los tara¬
ceados; los incrustados de madre perla, marfil, bronce y aún de
plata, carey y otras materias valiosas de los que existen en Europa
ejemplares sobresalientes y, en los museos españoles y americanos, una
colección numerosa y selecta.
El Museo Nacional de Artes Decorativos de Madrid es uno de
los mejores lugares en el cual el estudioso de nuestro medio puede
— 94 —
rastrear en los orígenes nuestras posiciones en la materia, pues reúne
cueros, muebles, cerámicas, porcelanas, vidrios, bordados, encajes,
tejidos y demás antecedentes. Representa las modalidades hispanas
en el alhajamiento de las antiguas casas de la península, muy bien
seriadas.
Dentro de la historia del mueble español, ya clásico en la expo¬
sición museística, no nos muestra el batiburrillo sino que entre el
conjunto hay clasificados convenientemente, como corresponde, mue¬
bles del XVI, XVII y XVIII donde la artesanía española ha hecho
en conjunto, tanta cosa hermosa: mesas, sillas, bancos, bargueños,
armarios, etc. Ya he dicho que la casa montevideana recién comenzó
a alhajarse en los últimos años del XVIII y comienzos del XIX,
pues antes era de una rusticidad casi general, no obstante lo cual
no deja de tener su interés pues se usaron muebles elementáis como
los conocidos, a excepción de tal o cual arcón y quizá de algún bargueño
procedente del equipaje de empingorotado funcionario virreinal, mi¬
litar o religioso ya que, entre éstos, había positivos gustadores de lo
bueno. Existen dentro de España muchas colecciones interesantísimas,
habiendo visto varios y en Barcelona algunos conjuntos de piezas, como
en el Museo de la Virreina, artesanas pero se encuentran disper¬
sas en todos los ambientes provinciales tanto en las colecciones públi¬
cas como en las particulares. También conjuntos bien orgánicos, se han
reunido en algunas “cocinas” donde en estrecha y armónica aparcería,
se ven bancos, sillas y sillones rústicos con asientos de madera, de cuero o
de consistentes fibras vegetales; el herraje extraordinariamente variado
de todos los menesteres propios del arte del fogón, incluso ollas, sar¬
tenes, cucharones, cucharas, trebejos variadísimos, tratados en hie¬
rro, cobre, bronce, latón. Están la loza, la cerámica y aún la por¬
celana, en jarros, jarrones, fuentes y platos, y la alfarería en ejemplares
típicos igualmente variados pues van desde las grandes tinajas para
guardar el agua, y los menor^es con el mismo uso, en jarras y botellones,
ollas, recipientes para aceite, etc. Sin olvidar los “pellejos” para el
vino, los candiles para el alumbrado. Los orígenes de ^nuestras viejas
cocinas inclusive todo el XIX debe buscarse en ese complejo utilaje
no sólo en sus orígenes hispanos, sino italianos, ingleses, portugue¬
ses, etc., dado que todos esos medios se fueron acumulando en nues¬
tros ambientes si no con la profusión de los originales —debe acla-
ranse— por lo menos en muchas de sus representaciones.
Pero tampoco podemos desentendemos del mobiliario del XVII
— 95 —
porque en el XIX y aún en la actual centuria, mucho ha venido y
es y ha sido usado, tanto en originales —las menos— como en copias
—las más — porque el gusto por el alhajamiento de la casa feliz¬
mente se ha difundido muchísimo en los años que van corriendo,
como una consecuencia de la mayor cultura, de las mejores posibili¬
dades económicas. Esa marcada predilección debe destacarse dándole
la entidad que merece, ya que la antigua sobriedad y despreocupa¬
ción del pasado es cosa ida hace mucho. También debe acusarse que
esta afloración artística ha recibido un gran impulso, en las casas
de verano sobre todo, las que por millares se han construido y siguen
vigorosamente levantándose en el país, comenzada en la vecindad de
las playas pero que van adentrándose en el resto del país. Es una noble
y silenciosa emulación, afán de superación que ha dado nacimiento
a la industria del mueble rústico con evidentes ventajas para el común.
pues así vive, y prospera, el artesano: mueblero, herrero, broncero,
ceramista, inoculando elementos de vida desconocidos antaño y
procurando beneficios para todos Destaco que el Estado no ha estado
ajeno a este movimiento promisor que acertadamente lo ha impulsado
y mantiene con la creación de las escuelas industriales que iniciara en
gran escala el pionero que fue el Dr. José Arias y a la que no estu¬
vieron ajenos antes, artistas de la calidad del Dr. Pedro Figari, en
la escuela industrial, el ilustre pintor, y nuestro compañero el Arq. Sil¬
vio Geranio, recordando también a los primeros ceramistas de los al¬
bores del XIX, cuyo embrión plantó en Maldonado don Francisco
Aguilar, el progresista fernandino, y siguieron otros.
Desatados los vínculos políticos que nos unían con la madre
patria, llegados ya a la mayoría de edad, el Uruguay tuvo un movi¬
miento similar casi al habido en la península. Me refiero a !a etapa
Romántica tan bien tratada y expuesta en el Museo Romántico ma¬
drileño cuyo existir se debe al marqués de la Vega Inclán, adquiriendo
el antiguo palacio de los condes de la Puebla del Maestre, típico edi¬
ficio madrileño evocador, en su intimidad acogedora y sin magnificen¬
cias, y donándolo al Estado a su muerte, después de desarrollar una
labor de fino captador, generoso y capaz, en el mobiliario y acceso¬
rios convenientes.
Ya en anteriores tareas, como Comisario Regio de Turismo, o
como creador de la casa y Museo del Greco, en Toledo, y del Museo
y casa de Cervantes, en Valladolid, había demostrado el dominio que
en las artes suntuarias tenía. La colección abarca desde los primeros
años del XIX hasta pasado el medio siglo, vale decir, las épocas Fer-
— 96 —
nandina e Isabelina, de indudable influencia, sobre todo la última, en
nuestros ambientes, más tal o cual pieza anterior pues fue su domici¬
lio y de innato coleccionista, hasta su lamentado deceso.
Me detendré algo en ellas porque, en realidad, sigue en nuestro
ambiente a los modestos comienzos de los estilos españoles diecio¬
chescos, al inglés de las invasiones del 1806 y al más poderoso, de
los estilos portugueses, en especial el Juan V, que se filtraron, como
ya llevo dicho, durante las postrimerías virreinales para asentarse
más firmemente en la Cisplatina.
La influencia de los neoclásicos de fines del XVIII, en especial
divulgado por las modalidades inglesas, ocuparon todo el primer ter¬
cio del XIX, sin desconocer la poderosa infiltración francesa, todo
ello prosperando merced a la mejor situación económica y el abur¬
guesamiento de nuestra comunidad.
El Fernandino es el producto español del estilo Imperio y, a la
caída del corso Bonaparte, vuelven por sus fueros los gustos por los
Luises. He visto en varios sitios reales de España mucho mobiliario
Fernandino, de fábrica española unos y otros no, directamente im¬
portados de Francia, fabricados de acuerdo con los gustos peninsula¬
res, según se me ha dicho. En aquellos, pese a la actuación de eba¬
nistas galos, hay cierta tosquedad en la producción siempre rica, or¬
namentada y esculturada prolijamente, pues la finura de los tipos fran¬
ceses —hablo generalizando— suele estar ausente.
Al respecto una contemporánea autoridad peninsular, Luis M.
Feduchi, ha escrito con razón: “En el fernandino nacional las líneas
son más toscas, la silueta menos estudiada; el bronce muchas veces
es sustituido por la talla dorada, que se trabaja con otras característi¬
cas (se refiere al mueble netamente francés) por la distinta calidad y
técnica del material, de hojas más carnosas y figuras menos delicadas,
aunque tal vez, más graciosa desde el punto de vista de nuestra mano
artesana nacional. Los últimos años de Fernando VII, los de la Reina
Gobernadora y los primeros del reinado de Isabel II, señalan aún
más el aburguesamiento del estilo, sobre todo en los muebles corrientes.
La riqueza y ostentación del Imperio, sedas en las paredes, oro y
bronce en los muebles, son lentamente sustituidos por los papeles pin¬
tados que cubren las habitaciones, por tallas, por marqueterías claras,
y el artesano, ya en plena época romántica, estiliza aquellos temas
imperiales, cisnes, esfinges, palmas, dando origen a unos deliciosos
— 97 —
scfás, canapés, camas de góndola, que tanto abundan aún en nues¬
tras viejas casas y palacios provincianos”.
Es una visión, clara y sintética que en parte tiene su aplicación
a nuestro medio suntuario todavía en embrión, pero muy cercano a
la eclosión y los ejemplares que ilustrarán la segunda parte de este
trabajo así lo comprueban aportando al efecto algunas piezas que he
legrado reunir en el Museo Histórico Municipal a mi cargo y más
adelante quizá lo haré con las de mi colección particular, formada desde
mi ya lejana juventud en la que ya había apuntado el gusto por esas
manifestaciones artísticas.
Tengo la impresión que el auge romántico en Montevideo, cro¬
nológicamente, perduró mucho más que en España y en los otros am¬
bientes rioplatenses que imperara soberano, pero al final, la inevitable
y bienvenida evolución propia de todas las cosas humanas, lo fue ma¬
tizando, alterando así los sillones, sillas y sofás tapizados de ter¬
ciopelo, de raso o de brocados, “capitonée”, “moteados” o “bouto-
né”, fueron perdiendo terreno y advinieron nuevos gustos, entre ellos
los tapizados característicos de esos muebles terminados por flecos de
“borlitas” que con indudable ironía destaca en párrafo transcripto
más adelante, al tratar del estilo Romántico, el Director del Museo
Romántico de Madrid, y que aquí ya apuntaron antes.
Y llega el mármol para las superficies lisas de consolas y mesas
centrales de las salas y hasta tmbién algunos caprichos moriscos que,
como ya anotara, no supervivieron, pero se siente la influencia cono¬
cida en España por “filipina” a través de uno de sus más destacados
elementos: los negritos, chicos o grandes, de pasta de madera, que
sirven como sostén único a soportes de luz, al parecer, agobiados por
el peso que sostienen, figurando de sostenes de aquellas mesas ple¬
nas de arabescos dorados y azulados que se destacan sobre fondos
negros o marrón tratados sobre composición. Se estaba entonces, tam¬
bién, en la era de los mobiliarios de sala de madera negra teñida, casi
siempre macizos y pesados, y de los no menos densos cortinados de ra¬
meadas telas, brocados y sederías ricas con que se decoraban el interior
de puertas y ventanas, tamizando la entrada de la luz solar en verano,
y dificultándola del aire frío en los inviernos.
Por ese entonces casi todo el moblaje liviano —pequeñas mesas,
sillas, sillones— tenía sus minúsculas ruedecitas “locas” —vale decir
que giraban en todas direcciones,— de bronce, lo que facilitaba su tras¬
lado, de aquí para allá, sin perjudicar las alfombras y demandando.
— 98 —
con el mínimo esfuerzo de los concurrentes, la formación de las ani¬
madas tertulias que reiteradamente los utilizaban. La sala central con
arañas de cristal y bronce y los brazos de los mecheros de gas, dis¬
positivos que se repetían en las salitas menores, de existir, presentaban
dibujos en los historiados globos muchas veces muy elegantes y casi
siempre muy bien en esmerilados y trabajos de “calados”, “al agua”
desarrollados con gusto. Interin las consolas permitían la suplanta¬
ción del decorado, variando del clásico atuendo del reloj central flan¬
queados por los candelabros de rigor que se usaban en aquellas, así,
como, en las repisas de las estufas, con floreros o alternando con el
cóncavo fanal de cristal que resguardaba tanto la antigua imaginería
de tema religioso, como los relojes de repisa, o los ramos de flores
de trapo, muchos de ellos verdaderas obras de arte que se guardaban
así al abrigo de los estragos del polvo y aún de la polilla traicionera y
destructiva.
Otro detalle que tenía una antigua tradición eran los pedestales
de mármol o de columna de madera maciza esculturados y dorados
que servían de altos soportes a los grandes jarrones de Sevres, de por¬
celana de la Granja o del Buen Retiro, a los bustos de mármol —colo¬
cados sobre igual base— y a las esculturas de bronce, reproducciones
de los modelos clásicos de la Grecia inmortal, de la Roma imperial o
de la escultura contemporánea, mientras grandes o pequeños cuadros
en marcos dorados de ornamentación abundante, alternaban con los
finos grabados en negro o en color de esos años pasados en que reina¬
ba, muy al contrario de hoy, en esos recintos, una discreta media luz
durante el día y, por la noche, una no menos escasa difundida por
les mecheros y arañas de gas o por las lámpara de aceite, algunas con
pedestales verdaderas obras de arte. En materia de estantes de madera
sostenes de obras de arte, los había también más livianos, calados, de
dos tramos casi siempre y, más antiguamente, fueron comunes caladas
esquineras de nogal o de caoba.
Otro elemento integrante de esos ambientes fueron las cajas de
música estratégicamente distribuidas en las salas o en el vestíbulo.
1 ambién los grandes centros de mesa en los comedores, de plata o
de metal, de dos y tres plantas, generalmente trabajados en Cristofle
francés y similares buenos metales ingleses y alemanes. Los palilleros
de metal en uso en esos días que tenían una vieja ejecutoria pues
muchos venían del virreinato —pavos reales con la cola esplendorosa
abierta acribilladas de mondadientes con su carga completa de made-
— 99 —
ra, —o de la Cisplatina—. Trabajos de orfebres, de plata de alta calidad
muchos eran criollos, españoles y de la Lisboa europea, con figuras
de indios guerreros con el carcaj repleto de esos adminículos, campesi-
no> cargándolos en sus agobiadas espaldas a guisa de frutos rurales.
Los aros también de esos metales eran típicos en las mesas de ese en¬
tonces, custodiando enrolladas servilletas. Otra costumbre pero de mal
gusto eran las salivaderas de porcelanas, a derecha e izquierda flan¬
queando los sofás. Completaban el atuendo de vestíbulos, patios y
escritorios, bastoneras de porcelana o de cerámica, y aún de “cloiso-
née”, custodiando el entonces infalible adminículo masculino, rema¬
tado en trabajos de marfil, oro y plata, y en donde la fantasía huma¬
na ha derrochado inventiva, bastando decir que en colección parti¬
cular tengo más de cien diferentes. Todo se completaba sin olvidar
“sahumadores” pequeños y artísticamente tratados en plata —por lo
general 900— hechos a mano, en que entre otras esencias olorosas
se quemaban pastillas de benjuí, entre brasas de leña dura.
Corriendo los años desde principios del XIX hasta 1860 o algu¬
nos más, la industria vino produciendo una modalidad que inspirados
en los modelos franceses, excepto el Imperio: los Luises, Regencia,
Luis Felipe, —en cuanto a formas se refiere— respondía mejor al
género de vida imperante, dentro de una gran sencillez, poco mol¬
durado, exclusión absoluta del dorado y de las aplicaciones de bronce,
con la base de maderas más bien oscuras, prefiriéndose el jacarandá
y la caoba en los ejemplares de más alto precio; como también el no¬
gal, el palo santo de lo mejor que produjo el noble vegetal: me refiero
a los juegos de sala típicos de sofá, sillones (dos o cuatro) y doce
sillas. También los había de vestíbulo, industria alemana e italiana.
Fue una tendencia general extensiva del vestido al amoblado,
esencialmente burgués, íntimo, cómodo, práctico, que también recibió
no poca inspiración de los modelos ingleses. De él se desprende algo
poético, encantador; me refiero a las modalidades de todo lo referente
al Romántico, en sus variadas creaciones, en sus infinitos aspectos.
A más de los nombrados, sillas, sillones, sofá, caracterizó no sólo el
mueble sino también la indumentaria de las clases de más desahogada
posición económica, que se desarrolló a base de pantalones anchos y
entubados, frac y levitas entallados, bastón y “galera de felpa” los
hombres, y también ajustado indumento de cintura arriba las damas,
amplísimas y descomunales polleras sostenidas a base de “miriñaques”.
Fue la época del absoluto dominio del abanico, en grandes “pericotes”
— 100 —
durante el día caluroso y, por la noche, en reuniones de etiqueta, más
pequeños, los normales, de varillaje de nácar con incrustaciones de
oro y plata, carey y demás ricas aplicaciones incluso marfil y hasta
espejitos. Concretando: los famosos Isabelinos, los de la reina guapa
y jacarandosa que fue el ídolo del pueblo de los madriles, aunque
terminó en el exilio, quizá por aquello de que hay amores que matan,
y por razones que no vienen al caso mencionar, de carácter esencial¬
mente político desde luego.
Un experto de este período, don Mariano Rodríguez de Rivas,
destaca sus particularidades explicando: “su solidez para resistir el
duro embate del uso, del trasteo de las clases medias, del apogeo de
la institución de la “visita”, de la boga de la velada. . . y al mismo
tiempo cumpliendo la necesidad de mostrarse con una vitola oportuna
para entonar en el conjunto de una casa que tenía de antiguo en lo
que quería imponer, y de lo moderno en lo que tenía que resistir”. Y
abriendo un paréntesis, expresa: “Verdad que este criterio útil abría
después de ser arrollado por el desenfrenado decorativismo del mue¬
ble de 1870, o algo así como “el éxito de las borlas”. Otra modalidad
de los ruedos de los tapizados de sillas y butacas, que han resurgido
hace poco”.
Y más adelante, espigando en su enjundioso estudio, prólogo al
Catálogo del Museo Romántico que dirige “Naturalmente el mueble
romántico adivina otros tiempos. La falda se amplía, las telas pasan de
ser nada a ser todo, con su pesada caída y sus fuertes dibujos. Los mis¬
mos caballeros siempre más discretos no se intimidarán al uso excesivo de
levitas de caderas ampulosas, de chalecos rameados y abultadas corba¬
tas de plastrón de tonos brillantes. Todos estos personajes han de ser aco¬
gidos por estos muebles, que han de ser más vividos y exhibidos que nin¬
gún otro. Las casitas del XVIII eran de “mírame y no me toques”; las
del siglo anterior, eran “tócame, utilízame, pero no me mires mucho”.
Estas están para ser usadas, sobadas, vividas y además exhibidas: la
tertulia, la velada, el visiteo, la recepción, la fecha forzada de recibi¬
miento, va a tener en la época romántica su auge dichoso”.
Todas las modalidades de esta época tan plena de recuerdos, im¬
peró en Montevideo de m.anera absoluta, desde el mueble, las cos¬
tumbres, la decoración hasta el vestido. Todo el vivir ciudadano se
subordinó a sus caprichos, y hoy se añora esos años con nostalgia,
porque significó, en la vivienda montevideana, la incorporación a la
vida burguesa de la ciudad de todas las comodidades, transplantadas
-- 101 —
de Europa al minuto, como las modas de hoy día, tan distintas por
cierto a las de entonces.
Quedan muchos ejemplares en los viejos hogares montevideanos
de este existir venturoso, auténticos como ninguno, sobrios, casi todos
de empaque señorial, discreto e íntimo, cómodos, donde el arte está
presente de manera tan velada como positiva. ¿Qué diferencia con la
suntuosidad aparatosa y un tanto pueril de los estilos creados a base
de la talla dorada y las aplicaciones de bronce tratadas al mercurio?
Todo ido como las antiquísimas cajas de rapé, de carey, plata, oro y
esmalte, las pastilleras femeninas con similares materiales construidas,
los esencieros de las bellas —y de las feas— en que, al exterior, los
orfebres de esos años desparramaban buen gusto, habilidad y fantasía
en oro y plata, en carey, solo o incrustados de nácar o de metal y
en decoradas porcelanas primorosamente tratadas por los pintores.
Eran los tiempos en que redondos sombreros de entrecasa, con borla
pendientes o sin ella, todo suntuosamente bordado, cubría, a veces, en la
más recoleta intimidad, las cabezas calvas de los jefes del hogar o de
les abuelos: en que los pies de los ancianos, sentados en amplios y
acogedores butacones, se enfundaban en los días de invierno en
confortables calentadores fabricados a base de pieles que forraban el
interior, y que cubrían las rodillas o de mullidos endredones de tutela
efectiva. Toda una inmensa cantidad de adminículos contraídos a la
mayor comodidad del hogar se distribuía por los amplios recintos, sin
olvidar las clásicas “mecedoras’' en que mesuradamente se balancea¬
ban los mayores o en las que, amorosamente acunaban las madres a
sus bebés; sin olvidar los “pajes"’ que los barbados usaban, mirán¬
dose en sus balanceadores espejos al resurarse día tras día, con su
clásico cajoncito donde se guardaban navajas, jabones y cosméticos
utilizados para mantener erguidos los bigotes, previamente tratados
con las torturantes “bigoteras’’ de los Don Juanes de otrora. . .
Con lo dicho he tratado de dar, desgraciadamente en manera
por demás precaria, una visión externa e interna de nuestra vivienda,
trayendo a colación lo visto en el exterior que puede tener relación con
el tema, así como una por demás somera perspectiva bibliográfica,
respecto a los tópicos abordados, de forma de habilitar su conocimiento
— 102 —
con un horizonte amplio, con un dominio mayor, lo que completará
con una segunda parte.
No se me oculta que para intentar que la visión sea más total
en la materialidad del recuerdo del pasado del hogar montevideano,
faltan otras pinceladas matrices al cuadro retrospectivo que intento
hacer, cosa que ambiciono colocar en sucesivos aportes en que trataré,
el vestido, los objetos accesorios, las armas, el trasporte, las costumbres,
y los demás detalles propios de evocaciones de esta naturaleza, lo más
ilustrada posible.
Pero adelanto que es un esbozo, amplio sin duda, pero fragmen¬
tario. Las reminiscencias que ahora ensayo, es la obra de varios años
de labor, de manera que este es un primer paso, demasiado ambi¬
cioso quizá, pero imprescindible para que la tradición y la vida ciu¬
dadana del país en su pasado en la urbe no se pierda, se evoque al
unísono de los temas políticos y militares que es una parte importante
de la historia, pero que no es toda, premisa que sentara al principio,
tarea que la proseguirán otros con más tiempo y más capacitación.
Horacio Arredondo,
DOCUMENTACION GRAFICA
ARQUITECTURA
Primera representación gráfica de la casa de ladrillos montevideana, aislada,
—junto con el matadero y el pisadero de barro— impresa en Londres en
1799 y 1800 en la obra de William Gregory “A visible Display of Divine
Providence”, etc.
Primera representación gráfica del rancho. Estancia ‘'San Pedro” —hoy Co¬
lonia— Acuarela de E. E. Vidal, grabada en Londres en 1820 por R. Acker-
mann. (En “Picturesque illustrations of Buenos Ayres and Montevideo”, etc.)
(Iconoteca H. Arredondo).
Casa primitiva dcl tiempo de la dominación española, calle Camacuá, dibujo
de Masquelez. Litografía de 1892.
Publicada por la Comisión conmemorativa del IV descubrimiento de Ame¬
rica en el número '‘Montevideo-Colón”.
Portada principal do la ‘‘Cindadela '
Dibujo d(‘ Masquelez. Litografía de 1892.
(Idem).
“Iglesia de San Francisco' . 1764 (demolida), dibujo do Mascjuelez,
publicado en 1892.
(Idem).
“Primer molino de viento que se construyó en el país. Montevideo. 1823.
Se ven sus ruinas en el camino de la Unión". Dibujo de Masquelez
de 1892.
(Idem).
La capilla de la Caridad a principios del siglo pasado.
Acuarela de Leonie Mathis de Villar. (Col. H. Arredondo)
La Catedral al comienzo de la pagada centuria.
Acuarela de Leonie Mathis de Villar. (Col. H. Arredondo)
Ituzaingó entre 25 de Mayo y Cerrito. Oleo de Juan Carlos Montero.
(Museo y A. H. Municipal)
Wáshington entre Colón y Pérez Castellano. Oleo de Juan Carlos Montero.
(Museo y A. H. Municipal)
CONSTRUCCIONES RURALES SUMARIAS
Habitación mínima, accidental, que inveteradamente levantan, siguiendo
depurada tradición, jornaleros y “mensuales”: Monteadores, carboneros,
alambradores. Se suele nombrar “aripuca” —río grandísimo— en algunos
sectores de la frontera del Este.
(Foto Arredondo de 1905)
Tipo de rancho de ramas, embarrado y encalado, de vieja tradición. Posta de
Cal en la serranía de José Ignacio, en el antiguo camino nacional
San Carlos - Rocha.
(Foto Arredondo de 1905)
Antigua estancia en Vichadero (Rivera). Obsérvese cierta analogía en techo
y baranda, con la acuarela de Vidal de 1821 de la similar en San Pedro
(Colonia) (Foto Arredondo).
Costumbres rioplatenscs. Interior de la habitación gaucha,
acuarela de Juan León Palliére. 1862.
COSTUMBRES RIOPLATENSES
Acuarelas de Juan León Palliére. El gaucho en la intimidad.
Fotos tomadas de los originales que pertenecieron a la Sra. María Luisa Morales de Quartino
CASA DE LOS MARFETAN EN SANTO DOMINGO SORIANO
Frente Este. Edificio de mediados del XVIII al que so lo ha raído
totalmente ol re\'oquo.
(Foto Arredondo do 1925)
Perfil del frente Norte que muestra las rejas voladas y las largas gárgolas
por la que desaguaba la azotea sostenida por tirantería de palma paraguaya.
(Foto Arredondo de 1925)
CASA DK LOS AíARFI-yrAN
Chimenea de la cocina hace años derruida, cuya duplica, exterior e interior,
se realizó al reconstruir la similar —también totalmente destruida— de la
(asa di(‘cioches('a de Juan de Narbona en las Viboras.
(Foto Arredondo de 1925)
Patio intc'rior también con las paredes al desnudo por la caida de los revoques.
(Foto Arredondo de 1925)
CAPILLA DE LA CALERA DE LAS HUERFANAS (Colonia)
Construcción dcl siglo XVIII antes de su con:olidación.
(Foto Arredondo)
Bocas de los dos hornos de la calera explotados durante la centuria XVIII.
(Foto Arredondo)
Magnífico ejemplar de cama colectiva, estilo Tudor, tipo usado en
Inglaterra de 1500 a 1600 tanto por las más modestas como por las
más altas clases sociales. Museo Victoria y Alberto, Londres, citada
en el texto, pág. 29
Casa de los Artigas, en el Sauce (Canelones) antes de la mala restauración,
donde según una versión, y al parecer infundada, de 1894, el prócer nació.
(Foto de La Alborada, 1902)
“NUESTRA SEÑORA DE LOS DESAMPARADOS", estancia jesuítica,
barra dcl Arias en el Santa Lucía. (Florida).
Al extrañamiento de los jesuítas ( 1767) y en la \’enta forzosa de sus bienes, la
adquirió Tomás García de Zúñiga quien también siguió explotando la calera
anexa. En la Cisplatina fue recompensado por sus servicios al Imperio con el
título nobiliario de Barón de la Calera.
(Foto Arredondo de 1926)
Carpintería y herrería de algunas aberturas (Siglo XVIII)
(Foto Arredondo de 1926)
“NUESTRA SEÑORA DE EOS DESAMPARADOS”
Corredor orientado hacia S. E. que muestra la media agua original sostenida
por tirantería de palmas paraguayas.
(I'oto Dr. C. Basabe Castellanos de 1957).
Extremo del mismo corredor visto do frente con la media agua alterada,
entro otras cosas por el cambio de la teja por el zinc.
(Foto Dr. C. Basabe Castellanos de 1957).
CHACRA DE SANTA COLOMA EN QLTLMES (Buenos Aires)
Obsérvese la analogía con el corredor de la de Zúñiga. (En esta chacra pernoctó
el general Whitelocke antes de atacar Buenos Aires en 1807).
Restos del palomar de la histórica casona. Detalle de la instalación
de la costumbre rioplatense de fines del XIX sobre cría de palomas
buscada como ave de mesa, fuera del tipo común, circular.
PALOMAR EN LA ANTIGUA CHACRA DE CAVIA EN LAS TRES CRUCES
Al exterior y al interior. Oleos de Juan Carlos Montero Zorrilla.
(Museo y A. H. Municipal).
CONSTRUCCIONES HISPANAS
Portada dcl histórico cuartel de Dragones de Maldonado, que proyecta res¬
taurar la Comisión Nacional de Monumentos Históricos.
(Foto Arredondo de 11)40)
LA FORTALEZA DEL CERRO AL TERMINO DE SU RESTAURACION
Aspecto general con la ubicación de las dos más viejas placas que presenta
y los detalles de la “Casa del Vigía” marcadas sus extremos las esquinas
y mostrando dinteles y jambas de sus aberturas, todo en sillería; núcleo
aquitectónico en cuyo derredor, posteriormente, se levantó el fuerte.
(Foto Arredondo)
EPIGRAFIA ILUSTRATIVA DE LAS VICISITUDES ARQUITECTONICAS
DE I.A FORTALEZA EN SU SIGLO Y MEDIO DE VIDA
Inscripción en piedra pro\’eni('nte d('l coniien/o d(' la constrinción
por España, en 1801, del edific io d('I Faro.
Idem de las reformas del fuerte de 1882. Estas dos inscripciones sa¬
lieron a luz, la primera al picarse el revoque que ocultaba el dintel
de la puerta, y, la otra, semi oculta por la galería de madera colo¬
cada en el frente S. E. para protección del viento que se eliminó.
Idem, placa de bronce, de la restauración definitiva del fuerte termi¬
nada en 1930. Aquel fue proyectado en 1808 y ejecutado en 1809-1811
(Fotos Arredondo)
Casa de la chacra de Berro —padre del ex-presidente don Bernardo,—
puntas del arroyo Manga, de principios del XIX mostrando al exterior,
la chimenea de la cocina y el reloj de sol colocados en un ángulo esqui¬
nero, hoy en el Museo Municipal, donación de Alejandro Gallinal.
(Foto Arredondo de 1925)
Casa colonial de la estancia de Esteban Artigas, alterada, hoy del todo,
pero subsistente en el camino a Maldonado, 300 mts. adelante, mano dere¬
cha del puente sobre el Manga, originariamente (arroyo) de los Artigas.
(Puede observarse el palomar —la línea puntuada— en la cornisa superior).
(Foto Arredondo de 1904)
CONSTRUCCIONES DE LA EPOCA HISPANA
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Casa fortificada que fue de la estancia del general de la Llana,
en el camino Aiguá - San Carlos. (Maldonado)
Muestra de la actual adaptación a casa de campo del Sr. Campomar, pudién¬
dose observarse las aspilleras de la azotea, a la derecha, iguales a las del
“tambor” bien visibles a la izquierda.
(Foto Arredondo)
El parapeto de la azotea aspillado visto desde la misma. Es construcción que
debe provenir de 1840 a 1850 o de fecha muy inmediata.
(Foto Arredondo)
Casa - Comercio fortificada en Cerro Largo
Paso de la Tía Lucía del arroyo Frayle Muerto. (Tiene más aspilleras
accidentalmente tapiadas por el reclame del jabón Bao).
(Foto Arredondo)
Edificio que ocupó oficinas del Gobierno de Oribe, en el Buceo,
Guerra Grande.
(Foto Arredondo)
Ccnstrucción rural mitad colonial, mitad fines XIX.
Trentb oe i .as casas de la EsrAÑCiA úelSr, Don dosé Horacio Arredondo,
EL AUTí<SUO CAMfNO Real entonces PE LAS tropas
Í ''LASPfEORiTAS'* PAmO-CANELONES. t905 -J907. , .
ÑtNCÓN DEL PATfO CON LA ANTfGUA CONSTRUCCfON,
PRfMfTtVA CONSTRUCCfÓN PE LA estancia ^
Se conservaban en 1904, año de la foto base de este dibujo, la carpintería
primitiva de las aberturas, de tableros a cuarterones, no así el techo sustituida
la vieja teja por la del tipo francés. (Camino de las Tropas Toledo-Pando)
(Iconoteca H. Arredondo)
Los pueblos de la antigua jurisdicción montevideana y su edificación.
Muestra de los d? Maldonado.
Calle de 18 de Julio en 1890, en San Carlos, mostrando la edificación
predominante en la época.
(Foto de la Escuela de Arte; y Oficios: atención del Oral. .Aníbal Pérez)
Casa típica de San Fernando de Maldonado, posiblemente levantada
de 1835 a 1855.
(Foto Arredondo)
Paso de la Cadena del arroyo Toledo. (Límite de Montevideo y Canelones, en el actual camino del Andaluz).
En este edificio pulpería del Andaluz se cobraba el peaje que oblaban quienes Edificio de piedra pudiéndose ver la abertura por donde pasaba la cadena y
utilizaban la vieja calzada —hoy hay puente— de piedra construida sobre el mostrador enrejado pues era, a la vez, “pulpería conocida por
del Toledo. del Andaluz probable nacionalidad del usufructuario. Muestra detalles inspi-
(Foto Arredondo de 1906) rados en casa que fuera de la reina demente española Juana la Loca. (Suce¬
sión Dr. Juan José Amézaga). Arredondo).
Interior de la “pulpería"’ de Talcón, de 1856, posta del camino Monte-
video-Melo, en lllescas (Florida). Obsérvese las aplicaciones de tierra
cocida —costumbre toscana, región de donde provenía Falcón— que
flanquean la ventana de la planta alta.
(Foto Arredondo)
Sistema de ventilación de galpones rurales — abertura triangular formada por
tres ladrillos, común en los servicios higiénicos aislados. Existe en la “char¬
queada” de Avila, de aquella le viene el nombre al lugar — sobre el río Ce-
bollatí. (Treinta y Tres) hoy en la sucesión del Dr. A. Valiño y Sueiro.
(Foto Arredondo)
VIEJAS PULPERIAS DE REJAS
Pulpería en Puntas de Godoy (Lavalleja).
(Foto H. Arredondo de 1935)
Pórtico de la pulpería de Falcón en Illescas sobre el antiguo camino nacional
Montevideo-Melo. La placa de mármol luce la fecha de 1856.
(Foto H. Arredondo de 1936)
Ingenuas pinturas —azul sobre blanco— a ambos lados del pórtico de la
pulpería de Godoy (Lavalleja)
Barco a vapor y a vela. Rústico balbuceo artístico de un marino desertor
(Foto Arredondo de 1935)
PULPERIAS ANTIGUAS CON REJA
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ANTIGUAS PULPERIAS SIN REJAS
Pulpería en Illescas en el camino nacional Montevideo - Nico Pérez - Meló.
(Foto H. Arredondo de 1936)
Pulpería de Rebolcdo en el camino nacional Montevideo-Casupá-Cerro Colorado.
(Foto H. Arredondo de 1935)
OLEOS DE JOSE CUNEO
Edificios de una chacra de Maldonado de mediados del siglo pasado
(Col. H. Arredondo)
Edificios de una chacra de Maldonado de mediados del siglo pasado
(Col. H. Arredondo)
Datas de construcción.
^ETDE mavo 4.2.8
Dib. do P. Füssoy.
Ca a de Montero, 25 de Mayo einre Misiones y Zabala, hoy Sección del
Museo Histórico Nacional. í El recuadro de la portada, incluso chambranas,
(‘n mármol blanco).
(Museo y A. H. Municipal).
EDIFICIOS MONTEVIDEANOS CON
FECHAS INDICADORAS
DE CONSTRUCCION.
Dibujos do Pierio Fossey
Casa de renta de Juan María Pérez,
Sarandí entre Juncal y Bacacay, lleva en
el balcón superior la indicación de 1842.
Lleva en lo alto do la fachada sobre* Cindadela h'yenda que figura en el
dibujo de P. I'ossey: 1836-18bH.
(Museo y A. H. Municipal).
ANTIGUAS ESTANCIAS
Frente principal de '‘La Concordia’', adquirida en 1863 por los señores
Franges. Abarcaba 24.000 hectáreas sobre la margen izquierda del río Uruguav
entre los pueblos de Dolores y Nueva Palmira.
(Foto Arredondo)
Fieme posterior. Unas diez mil hectáreas fueron destinadas a la agricultura
parceladas por el Instituto de Colonización en 1929. Una fracción de 93 lo
fue a Escuela Agraria por la Universidad del Trabajo en 1949 donde está
el presentí' edificio.
(Foto Arredondo)
Tipo de casa quinta con verja y puerta cochera a los costados, frente a la
calle, bastante común por 1900 en la periferia de la entonces ciudad nueva.
De José Horacio Arredondo, levantada en 1897 en Garibaldi entre 8 de
Octubre y Monte Caseros (demolida).
(Foto .Arredondo)
Casa de principios de la segunda mitad del XIX, techo a dos aguas de teja
francesa adornada con piñas de tierra cocida, probablemente de origen italiano
(Toscano). Monte Caseros entrt* Garibaldi y Cibils, vista tomada desde el te¬
rraplén de la vía férrea que entonces unía la estación Central con la del
Manga, vía Cordón, Unión.
(Foto Arredondo de 1904)
ANTIGUAS CASONAS MONTEVIDEANAS
Ccrrito y Maciol. Acuarela de P. Fossey.
(Museo y A. H. Municipal).
Guaraní v \Váshington. Acuarela de P. Fossey
(Museo y A. H. Municipal).
Tipo de casa quinta con verja y puerta cochera a los costados, frente a la
calle, bastante común por 1900 en la periferia de la entonces ciudad nueva.
De José Horacio Arredondo, levantada en 1897 en Garibaldi entre 8 de
Octubre y Monte Caseros (demolida).
(Foto .Arredondo)
Casa de principios de la segunda mitad del XIX, techo a dos aguas de teja
francesa adornada con piñas de tierra cocida, probablemente de origen italiano
(Toscano). Monte Caseros entre’ Caribaldi y Cibils, vista tomada desde el te¬
rraplén de la vía férrea que entonces unía la estación Central con la del
Manga, \’ía Cordón, Unión.
(Foto Arredondo de 1904j
ANTIGUAS CASONAS MONTKVTDEANAS
Ccrrito y Maciol. Acuarela de P. Fossey.
(Museo y A. H. Municipal).
Guaraní y Washington. Acuarela de P. Fossey
(Museo y A. H. Municipal).
25 do Agosto c Ituzaingó. Acuarela de Fierre Fosscy
(Museo y A. H. Municipal).
Fachada de Musco Romántico de Madrid, Palacio del siglo XVIII
Obsérvese la analogía de la balconada y rejas con las de nuestro Cabildo.
Angulo del edificio del Hospital de Caridad, según un grabado de 1883 de la
Escuela de Artes y Oficios.
(La Ilustración Uruguaya).
Cocinas del Hospital de Caridad. Acuarela de P. Fossey. (Un fuerte paren-
tezco emerge de este recinto con lo típico similar de un Convento Castellano)
(Museo y A. H. Municipal).
El actual edificio de la Universidad del Trabajo en la calle San Salvador
cuando se comenzó a construir, 1884, para la Escuela de Artes y Oficios.
(La Ilustración Uruguaya, grabado de época de este establecimiento).
El Asilo de Expósitos y Huérfanos en 1883.
(La Ilustración Uruguaya, grabado de la Escuela de Artes y Oficios).
Edificio construido durante la Administración cicl Oral. Santos por el Sr. Jai¬
me Mayol en la manzana de San Salvador —Estanzuela— Minas y Magalla-
ne, hoy Universidad del Trabajo.
(La Ilustración Uruguaya)
El teatro Solís inaugurado en 1856 antes de su última reforma en que fue¬
ron eliminados los cimborrios de las alas laterales que no figuraban en el
plano primitivo del arq. Garmendia de 1841.
(La Ilustración Uruguaya)
Esquina de Pérez Castellano y Yacaré. Acuarela de Guillermo Bazzoni
(Museo y A. H. Municipal)
Depósitos de la Aduana montevideana, Administración Santos. Acuarela de
Guillermo Bazzoni.
(Museo y A. H. Municipal)
Proyectos de frentes y secciones de la Escuela Normal —Colonia y Cuareim— ejecutados en la época, sin modificacio¬
nes en el día. La sección que da a la rinconada de la Plaza Libertad la ocupa el Museo y la Biblioteca Pedagógica.
(Grabado de la E. de A. y Oficios, publicado en su revista con motivo de la colocación de la piedra fundamental el
19 de Abril de 1884).
(La Ilustración Uruguaya).
La casona do don Antonio Lussich cuando cnipc/.ó a realizar el parque
forestal de Punta Ballena.
(Foto de La Alborada de 1902)
Torre de la antigua chacra de Sánchez Viamontc, antes del Dr. Manuel
Herrera y Obes, que, al sanear su título la bautizó “La Redención’’, como
se ve en el grabado, denominación que pasó al camino frontero, abolida hace
poco.
(Foto Arredondo).
Los festejos del 25 de Agosto de 1902
El edificio dcl Cabildo iluminado a gas.
(Foto de La Alborada)
La función de gala en el teatro Solís
(Foto de La Alborada)
Quinta clol general Juan An'onio Lavalleja, en la falda oeste del Cerrito.
(Parcelado el predio aún subsiste la casa muy modificada).
(La Alborada 1902)
La “azotea del padre Alonso”, posta colon'al de diligencia en camino Mon-
tevideo-Melo, a fines del XVIIL Sobre el dintel principal luce la fecha,
en piedra, de 1820 (Arroyo Fraile Muerto, Cerro Largo).
(Foto de La Alborada de 1904)
CASAS DE ESTANCIAS DE PRINCIPIOS DEL XX
Estancia dcl coronel José María Painpillón (arroyo de la Virgen, Florida)
(La Alborada Marzo 16 de 1902)
Estancia de Guillermo Pede, en Guaycurú (San José) mostrando el
tipo clásico de disposición de edificios de fines del XIX.
(La Alborada 1902).
CASAS DE DEPARTAMENTOS
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Almacén de “Los mil yuyos” (preparados en caña), Larrañaga y Cubo
del Norte, (Atahualpa). Acuarela de Marcos Fainstein
(Museo y A. H. Municipal)
La Aduana de Oribe en la playa del Buceo, lugar de comunicación al exterior
del ejército sitiador de Montevideo durante la Guerra Grande. Témpora
de Roberto Castellanos.
(Museo y A. H. Municipal)
Lü-spital italiano, en parte realizado, en el cruce del boulevar Artigas y avenida 8 de Octubre.
(Grabado de la Escuela de A. y Oficios. 1884. La Ilustración Uruguaya).
Quinta de Berro, después, y desde hace largos años, sede de la representación
diplomática argentina, habiéndolo sido antes de la francesa.
(Grabado de la locuela de A. y Oficios de 1881 j
El Asilo de mendigos en 1883, grabado por el Sr. Arduino, del personal
docente de la Escuela de Artes v Oficios.
Casa de pescadores inmediata a la playa Mansa, Punta del Este, a principios
del siglo (hoy ciudad). Oleo del pintor húngaro L. Nagy.
(Col. H. Arredondo)
‘‘Vendedora de naranjas mitad siglo pasado” (Brecha, al fondo el templo
Inglés en su primiti\’a ubicación). Oleo de autor desconocido.
(M. y A. H. Municipal)
Cliiareini ciilre (Bolonia y Mercedes. Oleo de Juan Carlos
Montero Zorrilla.
(Museo y A. H. Municipal)
Zabala esquina Reconquista. Oleo de Hermann Meisner.
(Museo y A. H. Municipal)
La actual Casa de Gobierno antes de las grandes refaccionen efectuadas en su
interior (originalmente edificio para renta con dos departamentos por piso),
cuando tenía casi a su frente el monumento a Joaquín Suárez, actualmente en
de Agraciada en el solar que ocupaba la casa del patricio.
El histórico edificio del Cabildo, hoy sede del Museo y Archivo Histórico Mu¬
nicipal, con el escudo nacional —trasparente en colores a gas iluminado— que
ostentaba al frente cuando lo ocupaba la Representación Nacional.
Quinta de José María Márquez construida por el arq. Juan Tossi en 1888 en
San José y Paraguay. Subsiste el edificio.
Villa residencial levantada en Colón por Juan Idiarte Borda por el 1900
en el camino Lezica.
^ por don Clodomiro de Arteaga Residencia particular construida en 18 de
^ Julio, luego del Dr. O. Crispo Julio y Daymán en 1896 por el arq. Bloiz,
Brandis, hoy escuela pública. fallecido en una caída en dicha obra.
Villa Sara, residencia veraniega de propiedad de don Clodomiro do Arteaga
en Pocitos, en 1897, levantada por el constructor Sr. Botinelli, actualmente
alterada principalmente en ampliaciones.
Casa-quinta de Starico construida en el camino Burgués por el arq. Antonio
M. Seguí a principios de siglo, estilo art noveau.
Quinta de Rubio, 8 do Octubre 333 —hoy demolida— primer edificio
construido en 1899 por el arq. Emilio Boix, de estilo semi árabe.
Edificio construido en 1895 por el arq. Carlos Ccsccino por orden de Clodomiro
de Arteaga en 8 de Octubre y Presidente Berro, adquirido por el Gobierno para
Parque Nacional a principio del siglo.
Edificio construido para el Banco Inglés en 25 de Mayo y Zabala por el
Ing. Luis Andreoni, luego del Banco Español, alojando sucesivamente, en la
planta alta distintas oficinas públicas.
Casas de renta conocidas por de Vilaró, en 25 de Mayo y Juncal, comenzadas
por el arq. Emilio Boix, terminadas por Boix y Raffo.
Casa clc’ la quinta ele Hugues (demolida) — Agraciada y Cuistro, inmediata
al lugar que oc upa el monumento a “La diligenc ia" de Belloni.
1 ipo dc' c orrc'dor c ubierto f|U(‘ ponía cmi c omuiiieacicSn las habitaciones de
servicio de esta quinta con c‘l edific io principal, dispositivo arquitectónico
que también tenía la traslindera quinta de Sierra, hoy secc ión de Arquitectura
del Museo. (Museo y A. H. Municipal).
UNA ESTANCIA DE PRINCIPIOS DEL SIGLO
“Santa Clara” de Alejandro Gallinal Hebert (Florida) construido en 1904.
Arquitecto Joaquín Uranga.
(Foto Arredondo)
Frente con el portón de entrada de la verja que circunda el cuerpo principal,
verja de un desarrollo perimetral de 700 metros.
(Foto Dr. Gallinal)
Edificios de una chacra en el Buceo de fines del XIX.
Oleo de Carlos Roberto Rúfalo.
(Col. H. Arredondo)
Edificios de chacra dcl 1900, inmediaciones de La Paz. Oleo de Alfredo Sellazo.
(Col. H. Arredondo)
Entrada dcl Mercado Central sobre la calle Reconquista.
Acuarela de Roberto Carino. (Museo y A. H. Municipal)
Torre de agua de la diacra de Costa conocida por ‘‘Molino" en la barriada
sita entre la Unión y Maroñas. Oleo de Zoma Baitler.
(Museo y A. H. Municipal)
Camino que dejó la desaparecida \ía férrea Central-Cordón Unión-Manga
al cruzar bajo la calle Sierra. Oleo de Eugenio fVldman VVagner.
(Museo y A. H. Municipal)
Caballeriza y cochera de Carlos de Castro, pabellón suizo en su quinta
—hoy demolidos sus edificios— de Castro y Millán.
Oleo de Elia Laporte de Rivierc. (Museo y A. H. Municipal)
Portada del Mercado Central hacia la calle Soriano.
Tempera de Roberto Castellanos. (Musco y A. II. Municipal)
El hotel .sobre la playa de los Pocitos poco antes de su demolición.
Oleo de César Pesce Castro (Museo y A. H. Municipal)
Cerro Largo y Juncal. Oleo de Andrés Fcldman. La torre de San Francisco antes de su última reparación.
Oleo de Zoma Baitler.
(Musco y i\. H. Municipal)
La apertura de la avc'nida Agraciada a la altura de Galicia y La Pa/
—1943-44—. Oleo de Zoma Baitler. (Museo y A. H. Municipal)
El ensanche de la rambla de los Pocitos a la altura de Pereira.
Oleo d(‘ Zoma Baitler.
(M useo \ /\. I i. M u n i c i pa 1).
Puente sobre el antiguo paso del Molino del arroyo Miguelete —hoy
a\’enida Agraciada—. Oleo de Willy Marchand.
(Museo y A. H. Municipal)
Instalaciones de la C'onipañía de Gas y Dique Maná, conjunto tomado desde
la Rambla. Oleo de Zoma Baitler.
(Museo y A. H. Municipal)
Callejuela, al fondo la Iglesia del Reducto. Oleo de Zoma Baitler.
(Museo y A. H. Municipal).
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AMOBLADO
EL AMOBLADO Y SUS RAICES PENINSULARES: MOBILIARIO REAL
Típico carolino. Dormitorio de la reina en Aranjuez (España)
Típico portugués: Palacio de Pena, Cintra, Portugal
Dormitorio de la reina Amelia
ARANJUEZ
Gabinete de la reina
Tocador de la reina
MUEBLES HISTORICOS
Sillón de las Asambleas de San José, al parecer también de la Elorida, con
el relieve del sol naciente, símbolo de la libertad, en lo alto del respaldo.
(Existían varios en la sacristía de la iglesia de
Santa Lucía hace 40 años).
(Eoto Arredondo)
Cómoda donde en la vecina orilla se guardaron los dineros para sufragar los
gastos de la expedición de los Treinta y Tres, entonces en poder de
la familia Trápani
(“La Alborada” Abril de 1902)
EL AMOBLADO OFICIAL
Mesa del Consejo de Ministros en la Casa de Gobierno, administración Santos.
(Grabado de la Escuela de Artes y Oficios de 1883. I.a Ilustración Uruguaya).
Sillón frailero citado en el texto
(Museo y A. H. Municipal: Col. A. Rosscll y Rius)
Cama con lo.s dos tableros esculturados en todas sus caras (citada en el texto)
del Gral. Brito del Pino
Lavatorio y armario de la cama antecedente (también en negro) que perteneció al
General Brito del Pino. (M. y A. H. Municipal)
Cama ele pabellón de dos plazas, que perteneció al Tte. Gral. Máximo Tajes
tratada en jacarandá (color natural). (M. y A. H. Municipal)
Tocador y lavatorio dcl dormitorio dcl General Tajes
(Museo y A. H. Municipal)
Mesa de luz del dormitorio del Oral. Tajes Mesa de luz del dormitorio del Gral. Brito del Pino (en negro)
(M. y A. H. Municipal)
Armario dcl dormitorio dcl Ttc. Gral. Pianoforte fabricado en Hamburgo por
Máximo Tajes Baumgardten & Hcins (Caja en caoba)
(M. y A. H. Municipal) (M. y A. H. Municipal)
PIANOS VERTICALES
Piano hamburgués fabricado por H. Kohl. (Caja en caoba)
M. y A. H. Municipal)
Piano Klcinjaspcr fabricado (n Paris (Caja en caoba)
(M. y A. H. Municipal)
PIANOS DE MESA
Piano hamburgués de George Joachim Heyn (Caja en pluma de caoba)
(M. y A. H. Municipal)
Piano fabricado en Paris principios del XIX, tratado en madera teñida
de negro. (M. y A. H. Municipal)
Mesa española con tensores de hierro (siglo XVIII) Col. A. Rossell y Rius
(M. y A. H. Municipal)
Idem. El dintel con taraceado en madera y hueso. Col. A. Rossell y Rius
(M. y A. H.Municipal)
Bargueño (español, cerrado y abierto,) con aplicaciones de hierro al exterior y cajonería
con taraceado de hueso. Siglo XVIII. Col. A. Rossell y Rius
(Museo y A. H. Municipal)
Bargueño español siglo XVIII, cerrado y abierto. Col. A. Rossell y Rius
(Musco y A. H. Municipal)
Bargueño esculturado también con pie de puente. (Siglo XVIII)
Col. A. Rossell y Rius (Museo y A. H. Municipal)
Cómoda taraceada, principios del XIX, últimamente perteneció al
constituyente Turreiro (M. y A. H. Municipal).
Antiguo cofre esculturado con aplicaciones de piedra de color.
Col. A. Rossell y Rius. (Museo y A. H. Municipal)
Cama Imperio en caoba con aplicaciones de bronce Col. A. Rossell y Rius.
(Museo y A. H. Municipal)
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Ti¡x)s de sofaés de fines del XVIII tratados en caoba
(M. y A. H. Municipal)
Escritorio portátil rn caoba con aplicaciones ele bronce
Cofre en caoba
Escritorio portátil en marquctcric
(Museo y A. H. Municipal)
Sillón portugués en roble, perillas y cla\os ele broncí', Uno de los sillones de la Asamblea Nacional
cuero repujado ejecutados en la administración Santos
(Museo y A. H. Municipal)
Cama de dos plazas, en caoba con aplicaciones de bronce. Col. Rossell y Rius
(Museo y A. H. Municipal)
Biblioteca-vitrina en caoba que perteneció Cómoda escritorio en caoba
al General F. Rivera
(Museo y A. H. Municipal)
Mesas
centrales cié
(M. y A.
sala, período Romántico
H. Municipal)
MOBILIARIO OFICIAL
Mesas de la Presidencia y Secretaría de la Asamblea Representativa de
Montevideo, creada por la Constitución de 1917
(M. y A. H. Municipal)
Sillones correspondientes a las mesas de Presidente y Secretario de la Asamblea
Representativa de Montevideo de 1917. (M. y A. H. Municipal)
Pequeños tocadores portátiles (se colocaban sobre cómodas por lo general), tratados
en caoba. (M. y A. H. Municipal)
Toilette francés tapizado en seda, capitonée
Antiguo lavatorio ejecutado en caoba (^useo y A. H. Municipal)
Tocador-cómoda en caoba
Cama de una plaza Luis Felipe en caoba
(M. y A. H. Municipal)
Armario colonial fines del siglo XVIII
(M. y A. H. Municipal)
Armario Colonial, taraceado, fines del Siglo XVIII. (Ultimamente perteneció
al constituyente Turreiro). (M. y A. H. Municipal).
Armario Renacimiento en roble. Siglo XVIII Armario en pluma de caoba de mediados del siglo XIX
(Musco y A. H. Municipal)
Armario de tres cuerpos de pluma de caoba de planos curvados (bombee)
(M. y A. H. Municipal)
Armarios en caoba, siglo XIX
(Musco y A. H. Municipal)
Armario ele tres nuM pos clr 4.50 cir alto x 5.01 (!(' aiu lio, fiiir perteneció
a la Sra. Teresa Mascaró ele Santos ( uvas inic iales (4'. S.), entrelazadas lucen
los motivos qu(’ lo snrmontan. (La inusitada altura la explican los |:)ercheros
de que está provisto donde sc' colocaban los trajc's femeninos de cola)
M. y A. H. Municipal)
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Cómoda-escritorio en caoba
(Museo y A. H. Municipal)
Cómoda de marqueterie y aplicaciones de nácar. Col. A. Rosscll y Rius
(Museo y A. H. Municipal)
Cómodas en caoba, principios del XIX
(Museo y A. H. Municipal)
Cómoda en caoba siglo XIX